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«Hacia una teología de la liberación. Gustavo Gutiérrez, 1971», fragmento de Manual del Perfecto Idiota Latinoamericano

[Op.Cit.]

Hacia una Teología de la Liberación. Sacerdote Xavier Albó sosteniendo una talla esculpidas por Luis Espinal, uno de los representantes de esa corriente doctrinaria en la Iglesia Católica, durante la misa que conmemoraba el 35 aniversario de su asesinato. Una réplica fue regalada por Evo Morales al Papa Francisco en una visita de este a El Vaticano en esos días.
Fuente: Huffington Post

Hacia una teología de la liberación. Gustavo Gutiérrez, 1971

La década de los sesenta fue marcada por la rebeldía y el «compromiso» en prácticamente todas las naciones de Occidente y en la casi totalidad de las actividades  ociales. Los cantautores «protestaban», contra las injusticias; los pacifistas contra la guerra; los hippies contra la sociedad de consumo; los estudiantes contra las adocenadas universidades. Cada grupo, cada estamento, cada gremio, alzaba el puño fiero y amenazante contra el poder general, vago y abstracto, y contra el poder específico del ámbito en el que desempeñaba sus tareas particulares. Fue la era de la primera eclosión de las guerrillas y la del «mayo» francés de 1968. Desde un siglo antes, desde 1848, el mundo no había sentido un espasmo revolucionario semejante.

Naturalmente, la Iglesia católica no era ajena a esta atmósfera, y mucho menos en América Latina, continente sacudido por la pobreza, la inestabilidad política y frecuentísimos actos de violencia. Percepción que comenzó a trascender desde el momento mismo — 1959 — en que Juan XXIII convocó al Concilio Vaticano II, gran congreso de príncipes y pensadores de la Iglesia del que saliera un cambio sustancialísimo en la orientación de la Institución. Cuando comenzó el Concilio la principal función de la Iglesia era guiar a la grey hasta la pacífica conquista del Cielo; cuando terminó, varios años y numerosos documentos más tarde, la Iglesia se había declarado peregrina, esto es, compañera de la sociedad en la lucha por construir un mundo más justo y equitativo. En 1967 el Papa proclama la encíclica Populorum progressio. Roma, de alguna manera, había secularizado sus objetivos inmediatos. Poco antes de esa fecha, pero ya dentro de ese combativo espíritu, moriría peleando el sacerdote Camilo Torres junto a una guerrilla colombiana castrocomunista.

Tras Vaticano II, en agosto de 1968, se produjo en Medellín la segunda reunión plenaria del Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM) y el consecuente aggiornamento de la misión pastoral. Para ese magno evento se pidió la colaboración de las mejores cabezas intelectuales con que contaba la Iglesia en el continente, grupo al que sin duda pertenecía el entonces joven sacerdote peruano Gustavo Gutiérrez (Lima, 1928), licenciado en Sicología por Lovaina, doctorado en Teología por Lyon y profesor de la Universidad Católica de Lima. Es para esa ocasión que Gutiérrez comienza a organizar sus reflexiones en un documento en torno a lo que ya llamó «teología de la liberación», texto que fue enriqueciendo posteriormente hasta su definitiva publicación en 1971 bajo el título de Hacia una teología de la liberación. Desde entonces, pocos libros de pensamiento aparecidos en América Latina han alcanzado el grado de influencia y penetración de esta obra.

Para entender este libro es muy importante retener cuál es su propósito: darle un soporte teológico, basado en los propios libros sagrados del catolicismo, a una determinada nueva forma de actuación. La Iglesia, sencillamente, no podía cambiar sus objetivos pastorales, no podía darle un giro de 180 grados a su misión en el mundo, sin explicarse a sí misma y a sus creyentes por qué pasaba de la complacencia y — con frecuencia — la complicidad con el poder, a la contestación y a la rebeldía. Al fin y a la postre, toda la legitimidad de la Institución estaba basada en el carácter de «revelación divina» atribuido a las Escrituras, de manera que los actos de quienes suscriben estas creencias tienen necesariamente que conformarse a una lectura de esos textos, so pena de incurrir en la mayor incongruencia.

Gustavo Gutiérrez armó ese rompecabezas. Buscó los libros sagrados y encontró la lectura adecuada para convertir a los pobres en el sujeto histórico del cristianismo. Estaba en los orígenes, en los salmos, en diferentes pasajes bíblicos, en anécdotas del Viejo y del Nuevo Testamentos. Resultaba perfectamente posible, sin incurrir en herejía, afirmar que la misión principal de la Iglesia era redimir a los pobres, pero no sólo de sus carencias materiales, sino también de las espirituales. El concepto liberación era para Gutiérrez mucho más que dar de comer al hambriento o de beber al sediento: era — como «el hombre nuevo» del Che y de Castro, a quienes cita — construir una criatura solidaria y desinteresada, despojada de viles ambiciones mundanas.

El problema se complica cuando Gutiérrez pasa de la teología a la economía y propone a su Iglesia el análisis convencional de la izquierda marxista para lograr el cambio. Dice el cura peruano: «Los países pobres toman conciencia cada vez más clara de que su subdesarrollo no es sino el subproducto del desarrollo de otros países debido al tipo de relación que mantienen actualmente con ellos. Y, por lo tanto, que su propio desarrollo no se hará sino luchando por romper la dominación que sobre ellos ejercen los países ricos.» Lo que inmediatamente precipita a Gutiérrez a apoderarse de una concepción marxistaleninista de los conflictos sociales y a proponer una solución drástica, acaso violenta : «Únicamente una quiebra radical del presente estado de cosas, una transformación profunda del sistema de propiedad, el acceso al poder de la clase explotada, una revolución social que rompa con esa dependencia, pueden permitir el paso a una sociedad distinta, a una sociedad socialista».

Se eliminaba, pues, la vieja definición de León XIII — « el comunismo es intrínsecamente perverso» — y tácitamente se alentaba a los cristianos a que mostrasen su compromiso con los pobres aliándose con los comunistas en las universidades, los partidos políticos, y las guerrillas. Si había que combatir con las armas un modelo degradante de sociedad, la Iglesia no iba a organizar ese empeño, pero se sumaría o apoyaría a quienes lo hicieran. Era frecuente, incluso, que de los seminarios religiosos o del magisterio pastoral surgieran movimientos que pronto evolucionaban hacia la lucha armada y el terrorismo. Sucedió con la ETA vasca y con los tupamaros uruguayos. Se vio claramente en Nicaragua y en el Salvador, países en los que la influencia de la teología de la liberación, irresponsablemente administrada por ciertos jesuítas y maryknolles, llevó a muchos jóvenes a la violencia, y a algunos religiosos al martirio, asesinados por militares o parami-litares fanatizados por el odio.

La rectificación de este sangriento disparate — algo que el Papa Wojtyla parece desear — no es fácil, porque, además de estimular la lucha armada y de conferirle legitimidad moral a una buena porción de terroristas y asesinos parapetados tras la causa de la justicia social, en el proceso de «liberar» a los pobres se crearon numerosas «comunidades de base» (especialmente en Brasil), muy radicalizadas, que ya no responden como antes a las orientaciones de la Iglesia, sino a las predicas de teólogos semiheréticos como Leonardo Boff, inútilmente censurado por el Vaticano en 1985. La rebelión también ha acabado por afectar la disciplina de la propia institución.

Veinticinco años después de publicar su famoso libro, Gustavo Gutiérrez, fiel a sus palabras, se mantiene como párroco humilde de una barriada pobre de Lima, asistiendo con sus pocas fuerzas a quienes le solicitan ayuda. Quien lo conozca, no puede dudar de su honradez e integridad fundamental. Quien lo haya leído con cuidado, no puede ignorar su inmenso, doloroso y — seguramente sin proponérselo— sangriento disparate. Al final, su teología no ha servido a los pobres ni a la Iglesia.


El sacerdote peruano Gustavo Gutiérrez ha muerto el pasado martes 22. Fue conocido por ser el padre de la Teología de la Liberación, una serie de propuestas para que la Iglesia Católica tomara partido en la lucha ideológica de su tiempo, la de la Guerra Fría entre capitalismo versus comunismo. Aunque no lo llamaban así, él y sus seguidores lo vendían como que lo que buscaban era un mayor compromiso hacia los pobres y desposeídos y la santidad de la gente, el partir de postulados marxistas decía más.

Importante sobretodo en los años 1970s y 1980s por inspirar el activismo político (y hasta guerrillero) de un sector del clero, sobretodo en Centroamérica, después de la caída del Socialismo Real en los países de Europa Central y del Este y de la URSS entró a una cierta decadencia como el resto de las expresiones socialistas sin desaparecer del todo, sus representantes muchas veces tomando la opción de reciclarse como ambientalistas o defensores de minorías. Incluso desde el norte de Perú tuvimos hasta hace poco el caso de Marco Arana, que actualmente está alejado del sacerdocio pero que en sus inicios utilizó el púlpito y su labor social como párroco en Cajamarca para hacerse conocido liderando protestas y boicots contra las explotaciones mineras en esa región, lo que luego lo llevaría a formar un partido nacional, Tierra y Libertad, que sería el núcleo del Frente Amplio que en las elecciones del 2016, 2020 y 2021 reunió a un importante sector de la izquierda. Y sí, Arana reconoce como parte de su inspiración a Gutiérrez, a quien admira.

Toda esta influencia hizo que Plinio Apuleyo Mendoza, Carlos Alberto Montaner y Álvaro Vargas Llosa incluyeran en 1996 una reseña al texto fundacional de Gutierrez publicado en 1971, Hacia una Teología de la Liberación, dentro de la sección «Los diez libros que conmovieron al idiota latinoamericano», al final de su libro Manual del Perfecto Idiota Latinoamericano, panfleto que desde postulados liberales satiriza la mentalidad tercermundista, nacionalista y hasta socialista de buena parte de los sectores políticos e intelectuales latinoamericanos. En el caso de Gutiérrez critican no tanto las buenas intenciones del sacerdote peruano sino sus efectos finales por mezclar la doctrina social de la iglesia con los manuales marxistas más rancios, lo que diría que habría sido su pecado original.

Con un Papa que diferenciándose de sus antecesores, más conservadores en su visión de la misión de la Iglesia Católica, su digamos tolerancia a un activismo de izquierda de parte de un sector de su clero posiblemente animará a una mayor revalorización de las propuesta y el legado de Gutiérrez, lo cual podría tener consecuencias en una realidad donde las Iglesias Evangélicas le han estado comiendo el postre a los católicos. Entonces las críticas liberales a los aspectos más problemáticos de este legado es pertinente para controlar el descontrol de un sector buenista pero desencaminado.

La Yapa:

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