[Op. Cit.]
In Memorian, Soseki (? – 28/11/2008)
El escritor, crítico literario, ensayista, presentador, ex-comunista y ahora anarcobudistaliberalradical (o algo así) Fernando Sánchez Dragó es uno de esos españoles que no pasa desapercibido, en parte por los shows que hace cuando tiene una cámara en frente, en parte por ciertas acusaciones de pedofilia de las que fue objeto a raíz un episodio en Tokyo con unas loli-gals de 13 años, en parte por su verborreico estilo de escritura. Ganador de varios premios, su nombre pasó a la posteridad (cosa de que se jacta el tío) al bautizar un amigo suyo entomólogo una nueva especie de escarabajo de Namibia como Somaticus Sanchezdragoi… en fin, todo un personaje. Pero eso no es lo que nos atañe ahora sino que aparte de todo eso (y estar casado con una japonesa 37 años menor que él – Gambare!) Fernando Sánchez Dragó es un ostentoso fanático de los gatos, tanto así que era común verlo compartiendo cámaras con su favorito, un gato atigrado al que le puso Soseki en honor al escritor japonés Natsume Soseki, autor de Soy un Gato. Este michifuz, cuenta Sánchez Dragó, apareció un día subiéndose orondo a su auto… y así nació el amor… y una nueva estrella gatuna en televisión e internet. Sin embargo, un accidente a finales de noviembre del 2008 se llevó la vida de Soseki dejando a Sánchez Dragó destrozado completamente, cosa que todos los que hemos sufrido una pérdida semejante sabemos de sobra. Para él, para Soseki su amado gato, es que unos días después escribió en su columna del suplemento cultural de El Mundo este sentido obituario:
Mortal y Tigre
No es fácil escribir con los ojos anegados en lágrimas. No es fácil escribir con dos comprimidos de trankimazín en el cuerpo. No es fácil escribir cuando se está sonado. No es fácil escribir con 72 horas de insoportable dolor a cuestas y sabe Dios cuántas más, o días, o semanas, o meses así, por delante. No es fácil escribir después de asomarse al horror. No es fácil escribir -dicen- después de Auschwitz. No es fácil escribir, en efecto, cuando el sentimiento de culpa nubla la inteligencia y desgarra la conciencia. No es fácil escribir cuando un ser inmensamente amado que te amaba inmensamente muere y tú has sido el instrumento involuntario de esa muerte. No es fácil escribir cuando, para hacerlo, se aprieta la tecla de encendido del ordenador y lo primero que aparece en su pantalla es la imagen de la persona que se ha ido para siempre. No es fácil escribir, en suma, cuando no se tienen ganas de vivir.
¿Exagero? No. ¿Exageraba Umbral en el mejor de sus libros? Mortal, como el suyo, y tigre es mi dolor, porque atigrado, y no rosa, era el ausente cuya presencia ha llenado, uno a uno, todos los instantes de mi vida a lo largo de los dos últimos años. ¿Se puede querer a un animal como a un hijo, como a una madre, como a un padre, como a un amigo? Se puede. Doy fe.
¿’Persona’? Sí, aunque sólo (¿sólo?) fuese un gato, porque persona es todo lo que tiene alma, y Soseki la tenía. Quien lo trató, lo sabe. Era -¿es?- el ser más noble, más bueno, más simpático, más sensible, más inteligente e, incluso, más guapo que he conocido. Parecerá, una vez más, que exagero, pero quien exagera, miente, y yo no estoy mintiendo. Digo mi verdad.
Sus amigos, quienes lo conocieron, comentaban: no es un gato, no hay gatos así, es un ángel encarnado, es vuestro ángel de la guarda, está aquí para protegeros, para enseñaros…
Nos enseñó, en efecto. Nos enseñó a amar. Así de simple, así de claro.
Y yo, sin embargo, en el último instante de su vida, cuando la mano de hielo de la muerte se cernía sobre él, no supe protegerlo, no estuve a la altura de lo que las circunstancias exigían ni de la ciega confianza que había depositado en mí. Le fallé, le fallé, le fallé… ¡Dios! Rasca, cruje, duele, hiere. Nunca me he sentido tan mal.
Sentimiento de culpa, decía. ¿Por qué hice lo que hice? ¿Por qué no hice lo que no hice? ¿Y si hubiera hecho tal cosa? ¿Y si no hubiera hecho tal otra? ¿Y si, y si, y si…?
Lo sé, lo sé. Es el ‘fatum’. Es un accidente. Sin volición no hay culpa. ¿Pero no es culpable la negligencia, la distracción, la falta de reflejos? No me absuelvo, no me perdono. ¿Qué penitencia debo cumplir para que Soseki me perdone y me absuelvan las personas a las que se lo arrebaté?
Naoko, sin ir más lejos. Era su bebé, quiere que tengamos otro -humano, hijo nuestro- y creía que Soseki lo vería nacer, se metería en su cuna, vigilaría su sueño, jugaría con él y estaría, hasta mi muerte, con nosotros.
Mi conciencia no puede soportar cuatro dolores simultáneos: el de ella, el mío, el de Soseki -dos minutos de espantosa agonía y un futuro de felicidad segado de repente en plena juventud (¡qué injusticia, Dios mío, qué injusticia!)- y el del remordimiento. ¿Injustificado éste? Supongo que sí, pero esa conjetura, razonable, no me sirve de consuelo. El corazón tiene razones que la razón no conoce.
Suelo citar a santa Teresa: «No importa nada; y si importa, ¿qué pasa?; y si pasa, ¿qué importa?»
Pues me trago la cita y, con ella, la doctrina del desapego de Buda y la ataraxia de los estoicos. Lo de Soseki, me importa. ¡Vaya si lo hace! Estoy deshecho. Juro por Dios, y por Buda, y por Marco Aurelio, que vivo más su muerte que mi vida.
Yace ahora al pie del olivo de mi jardín. Había nacido en Castilfrío y en Castilfrío reposará su cuerpo. Naoko y yo hemos escarbado su tumba diente a diente, lo hemos depositado boca arriba en ella, le hemos rascado la panza, ofrecida por última vez, mientras nos miraba con los ojos abiertos, apenas vidriados y llenos aún de amor, hemos alzado su patita derecha -de ese modo, levantada y agitada por Naoko, su madre, se despedía siempre de mí cuando yo salía de casa- y hemos recibido de él, después de besarlo, su último adiós. Hizo suyo en el postrer instante el ideal de Roma: murió joven y tuvo un cadáver bonito. Tan bonito como en vida lo había sido no sólo su cuerpo. También sus actos y su alma.
Su tumba está ahora cubierta de nieve. Habría correteado hoy sobre ella, feliz, persiguiendo a sus amigos, los pájaros, y jugando con sus amigas, las hojas, si…
¡Maldito condicional!
En el lugar donde murió -un montacargas- hemos encendido velas y unas varillas de incienso, y hemos puesto un tazón de friskies, un cuenco de agua, unas briznas de la hierba que le gustaba mordisquear y un puñado de los chicles especiales que le dábamos, a veces, como premio de su conducta, siempre intachable. Es lo que, según los budistas japoneses, hay que hacer en tales casos.
Antes de enterrarlo, cuando ya estaba en su pequeña fosa, me arrodillé ante ella y le pedí perdón. Es otro consejo de Buda.
¿Son bobadas? ¡Por favor! No digan eso, no piensen eso. Nunca es bobada lo que dicta el afecto, la misericordia o la esperanza.
¿Afecto? He recibido hoy decenas de llamadas, y no todas eran de parientes y de amigos. Algunas eran de desconocidos. Quizá, entre ellos, había, incluso, algún enemigo. Sería, de ser así, mérito de Soseki. Seguían su alto ejemplo de concordia, de bondad, de pata tendida en gesto de saludo. Estaban sosekados.
Soseki, ‘sosiego’. Sosekémonos todos.
¿Esperanza? Sí. También dicen los budistas japoneses que las personas muertas se reencarnan dentro de los 49 días siguientes al de su fallecimiento. Busco un gato que haya nacido o vaya a nacer en ese plazo. Que sea vital y tigre, por favor.
Claro que si Soseki era, como muchos sospechamos, un ángel, lo mismo no se reencarna. Bueno. Me esperará allá arriba, con mi madre, que adoraba los gatos, y con el resto de mis gatos muertos, y en el ínterin seguirá revoloteando por nuestras vidas y nuestra casa como siempre lo hizo desde el día en que motu proprio se subió a mi coche, en Castilfrío, hasta que el viernes 28 de los corrientes, a eso de las tres y media de la tarde, echó pie a tierra y emprendió su vuelo.
Sabía que iba a morir. Su conducta en los días, las horas y los minutos anteriores a su óbito lo demuestra. Se despedía. Nos avisaba. Nos dio más amor que nunca. Naoko y yo, sorprendidos, lo comentábamos sin entender el porqué de esa actitud. Quería avisarnos de que el montacargas maldito es peligroso y, para ello, se inmoló.
Nos ha dejado, además de ese recordatorio, otras muchas cosas en herencia. Procuraremos usarlas bien y rayar siempre a la altura ética y estética de quien nos las legó. Por ejemplo: nunca, antes, habiéndonos querido mucho, nos habíamos querido tanto Naoko y yo. Todas las mañanas y todas las tardes, desde que murió, meditamos los tres juntos y el aire se vuelve amor. No desfalleceremos. Doy mi palabra.
Perdóneme Pedro Jota que convierta hoy esta página de El Mundo en obituario. Perdónenme los lectores el desahogo. Ahogado, en definitiva, murió Soseki. No me gusta convertir el dolor propio en espectáculo, no me gusta desempeñar el papel de plañidera, pero dicen que escribir alivia, cauteriza, tranquiliza, fortalece, cura, es una terapia…
¿Lo es? No estoy seguro. Desde la pantalla del ordenador me mira, joven, ágil, guapo, sereno, noble, cargado de vida y de futuro, y de fe en mí, Soseki, y los ojos vuelven a llenárseme de lágrimas y a naufragar en ellas.
Naufragio, sí. No sé qué hacer, no sé cómo contenerlas. Miro el infinito paisaje nevado de ese mar que es la estepa de Castilla a través de los cristales y descuelgo el teléfono como si me aferrara a un tablón en el océano. Hay en su contestador un mensaje. Me lo ha dejado, mientras escribía este artículo, un viejo amigo, un compañero de colegio y del alma: Luis Martos, autor, por cierto, ¡qué sincronía!, ¡qué empatía!, de un libro, a decir poco extraordinario, que se titula ‘En busca del universo invisible’. Léanlo. Lo ha publicado Letra Clara. ¡Y tan clara! Les doy este consejo, quizá extemporáneo, porque sé que Soseki, generoso, amigo de la verdad y amigo de sus amigos (Luis lo era), también lo daría, y me lo inspira. Ni una jornada, me susurra desde el pie de su olivo, árbol de paz, sin una buena acción.
El mensaje dice: «Fernando, piensa una cosa: él ha sido feliz con vosotros, vosotros le habéis hecho feliz y ahora estará para siempre, feliz, con vosotros». Que así sea.
Fuente: elmundo.es
Snif… Pero la vida siguió su curso y Soseki para Sánchez Dragó siguió presente. Y si Lady Diana tuvo más de un libro de su vida, pues Sánchez Dragó también se puso manos a la obra y tiempo después publicó Soseki: Inmortal y Tigre que no es otra cosa que un homenaje en ficción a su gato muerto. Acá un extracto publicado en su web:
Llegó el segundo domingo de septiembre y el pueblo amaneció vacío. Andaba parte del vecindario por los alrededores de la iglesia y el resto dentro de ella, en la que ya no cabía un alfiler, pues la procesión atraía a gentes de todas las Tierras Altas. Era la una de la tarde.
Don Ricardo daría de un momento a otro el pistoletazo de salida y los feligreses cargarían entonces con las parihuelas de la Carrascala, que aguardaba, quietecita y modosa, junto al altar, y la devolverían a su punto de partida. Iría la buena moza, por todos reverenciada, a la sillita de la reina, como quien dice.
El gato, ese día, madrugó poco, porque había estado hasta las tantas cantándole a la luna las cuarenta en compañía de otros juerguistas de su misma especie…
De su misma especie y de otras, Caterina, porque hubo baile en la plaza después de la caldereta y el mocerío se desmadró a los acordes del grupo rockero que Tomás había contratado para que en las fiestas del pueblo por él regido no faltase de nada. Aquello parecía una macrodiscoteca. El estruendo fue de aúpa y nadie pegó ojo, ni los jóvenes, porque no querían, ni quienes ya no lo eran, porque no podían.
El gato se unió a la fiesta, hizo amigos, evitó pisotones moviéndose entre los bailarines con agilidad de pantera de Sumatra y hasta bailó la jota. ¡Qué demonios! —se dijo—.Sólo voy a vivir siete veces y no es cosa de mirar los toros desde la barrera. ¡Viva la Carrascala y el hijo que parió en Belén, venga un trago de agua del pilón, porque a los gatos no nos gusta el vino, y a mover el esqueleto!
Así le dieron las dos, y las tres, y las cuatro de la madrugada, pero los excesos pasan factura incluso a los cachorros de tigre de Kipling que acaban de venir al mundo con energía sobrante para zampárselo en tres bocados.
Eso, Caterina, se llama resaca. Guárdate de ella cuando seas mayorcita y tengas cuerpo de juerga, aunque doy por descontado que no lo harás. Ley es ésa de juventud y de vida.
Llegó, pues, el cachorrillo a la nave hecho puré y un poco avergonzado de su desenfreno, se coló en ella por una de sus ventanas y durmió ocho horas largas como sólo saben dormir los gatos que tienen la conciencia limpia, por más que él, aquel día, no la tuviese del todo.
Estaba ya el sol muy crecido cuando su luz le obligó a abrir los ojos, a desperezarse y a descubrir, al hacerlo, que tenía unas agujetas más propias de un caballo que de un gato. ¡Bien le estaba! Se aseó un poco y salió, tambaleándose, a la calle a ver lo que el segundo día de las fiestas le deparaba, aunque no estuviese él para mucho trote.
¡Atiza! No había nadie. ¡Tanto mozo, y tanta moza de buen ver, unas horas antes y, de repente, aquel vacío! ¿Se habría acabado el mundo?
El cachorro fue casa por casa y maulló en sus puertas. Todo inútil. Hasta los mastines habían desaparecido.
Tenía una sed espantosa. Fue a la plaza, subió al borde de la fuente y bebió hasta que el agua de la pila se le salía por los bigotes. Y en eso, mientras se los relamía, una música lejana llegó a sus oídos. No era como la del grupo rockero. Más bien todo lo contrario. Suave, apacible, armoniosa y, de seguro, pensó el vapuleado cachorro, buena para la resaca. Sería cosa de ir en su busca para escucharla de cerca y poner así algo de alivio en sus músculos, en sus articulaciones y, sobre todo, en su jaqueca.
A dos pasos, en la iglesia, casi pared con pared de una casa grandota, rematada por dos enormes cabezas metálicas, los feligreses cantaban himnos litúrgicos. ¿Sabes lo que es el gregoriano, Caterina? ¿Y la salve? ¿Y los salmos? No. Pues ya lo sabrás.
Regatear viene de gato, y eso es lo que el nuestro hizo para abrirse paso entre las piernas del gentío que aguardaba en la plazuela de la iglesia, entrar en ésta y llegar sin que nadie lo advirtiese hasta el emplazamiento de la Carrascala. No le resultó difícil. Todas y cada una de las personas allí presentes andaban en lo suyo, que si cánticos, que si rezos, que si comuniones, y sus ojos, además, estaban medio cerrados o dirigidos hacia el cielo, no hacia el suelo, que es por donde se movía el gato.
Tampoco el cura, atareadísimo y vestido de una forma muy rara, o eso le pareció al animalillo, podía reparar en éste, que llegó, como digo, en un pispás a los pies de la Carrascala, saltó a la plataforma que la sostenía y se escondió bajo los ropajes de la imagen, cuyo mantón barría, por detrás, las tablas del entarimado y rebasaba su borde.
Era un buen sitio. Se estaba tan ricamente en él, bajo las faldas de mamá, por así decir, pues madre universal es la Virgen, y el gato, que aún echaba de menos a la suya, como todos los cachorros, se ovilló y, en seguida, arrullado por los melosos arpegios de la música celestial que inundaba la iglesia, se durmió como si fuese el Niño Jesús en la cuna de paja del portal de Belén. La resaca seguía haciendo de las suyas.
No duró mucho su sueño. Apenas unos minutos. Cesó la música. El ruido de las sillas y de las suelas de los zapatos, entremezclándose, atronó el recinto. El moisés del gato empezó a moverse, los faldones de la Virgen se mecían, la plataforma se ladeaba, las parihuelas se desplazaban y el durmiente, sobresaltado y convencido de que aquello era un terremoto, un naufragio o un secuestro, se despertó.
Su alarma carecía de fundamento. Todo estaba en orden y transcurría por sus pasos. La misa había concluido, la procesión comenzaba y allá que iba la Virgen, bamboleándose a cuestas de los vecinos más fortachones, camino de la ermita.
El gato, al principio, se asustó un poco, pero, valiente como era, no tardó en atar cabos, recobrar la compostura y llegar a la conclusión de que había sido trasladado por arte de birlibirloque a los columpios existentes en un ensanche cercano a la iglesia que minutos antes lo acogía.
Y, como la hipótesis le pareció más que razonable y sumamente apetecible, no tardó en salir del escondrijo que el refajo de la Virgen le brindaba y en mirar, deslumbrado por el sol del mediodía, a su alrededor.
¡Madre mía, exclamó, y no lo decía por la Carrascala, sino por el asombro! ¡Pero si estaban ya frente al portal de la casa grandota y a la altura de uno de los dos cabezones que la coronaban!
A punto estuvo el gato de utilizar las andas de la Virgen como trampolín para saltar al patio del caserón, en el que vio un olivo, pero se contuvo, pues no habría sido cortés dar esquinazo a la importante señora que se erguía junto a él, de modo que siguió con ella, y con sus fieles, camino de la ermita.
Nadie, al principio, se percató de su presencia, pero al llegar a la plazoleta contigua a la casona, uno de los hijos de los catalanes lo vio y dio el queo.
—¡Mirad, mirad! —gritó, estupefacto, pero encantado, el chaval—. ¡Allí hay un gato!
¡Vaya si lo había! Todos los ojos se volvieron hacia él, que se había sentado, tan tranquilo, sobre sus cuartos traseros, como si aquello fuese un palanquín de esos en los que antiguamente llevaban los criados a los príncipes, y miraba el mundo desde arriba.
Luisa, cuya casa estaba enfrente de la nave donde vivía el animal, y de la que ya hablaremos, fue la primera persona que lo reconoció.
—¡Pero si es el gato de Tomás! —dijo.
Y el alcalde, con un gesto de la cabeza, lo corroboró, aunque ni falta que hacía, pues no había ya en el pueblo vecino que no conociese de sobra al cachorrillo de Tera.
La procesión no se detuvo, porque don Ricardo, que la encabezaba, no lo habría permitido —¡buenos son los curas, Caterina!—, pero quienes figuraban en ella, divertidos y, a la vez, fascinados por la presencia del gato, perdieron la devoción y dejaron de mirar a la que era su protagonista oficial. Los ojos, por más que intentasen impedirlo, se les iban al cachorro, que seguía, impertérrito, a los pies de su protectora.
Seguro que ésta no se enfadó. Al contrario, porque no sólo sonreía, como todos pudieron comprobar, sino que contraía los mofletes y tensaba los músculos de las mandíbulas para no estallar en carcajadas.
San Francisco de Asís también habría sonreído.
A todo esto, los flashes de las cámaras de los periodistas y los móviles de quienes no lo eran, pero querían guardar recuerdo gráfico de aquel prodigio, centelleaban y acribillaban a la Virgen y a su acompañante.
Llegó por fin la procesión a la ermita, saltó el animal al suelo, miró a la Carrascala, se despidió de ella —algunos dirían luego, en las plazas y las tabernas, que lo habían visto arrodillarse, pero exageraban— y, cargado de dignidad y con el rabo enhiesto, emprendió el camino de retorno al pueblo.
El cura nunca lo supo, pero la Virgen, aquel día del mes de septiembre de 2006, obró un milagro. Al gato se le fue la resaca.
Que tengan un buen sáGATO CATurday… y no se olviden que el 20/02 es el Día Internacional del Gato. ¡Ya somos más de 30,000!
Otrosí: Ya que estamos entre gatos y Fernando Sánchez Dragó, he aquí la participación de éste en el programa Cuarto Milenio de la cadena Cuatro, edición del 14/03/2010. El tema fue “Gatos: Animales Mágicos”.