Hola Carla – conclusión

[Arena Roja]

He aquí, luego de varias lunas, el final de este intento de historia. No es exactamente lo que le dije a W. que publicaría, pero es lo que es. Continúa si te gusta la literatura explícita. La primera parte aquí.

Hola, Carla
(Parte 2 de 2)

Mientras Arturo iba en combi a su trabajo se puso a pensar que la vida de pareja (pareja pareja, claro) es una serie de pequeñas rutinas y sobreentendidos que gradualmente pasan a reemplazar a la pasión inicial; es lo que se podría llamar la madurez del amor, con todos sus dulzuras y peligros. Pensó que tal vez ya estaba llegando a ese punto con Benjamín, y era tiempo entonces de ir pensando en un futuro juntos, más allá de noches apasionadas y sus excesos ocasionales. Quizás la búsqueda de un sitio mejor donde los dejaran estar juntos y hacer familia. Hay pero es tan difícil llegar allá.

Este último pensamiento le desanimó pues, con todo, le dolería mucho separarse más de su tierra, de sus colores y olores tan conocidos y entrañables. Mas hay que hacer sacrificios, y si era necesario haría todos los que hicieran falta para conservar su amor, como le había dejado claro a su “gatito” en el asiento trasero de aquel bus de la mañana. Si lo tenía a él no necesitaba de nada ni nadie más.

Las calles pasaron por la ventanilla y Arturo reconoció un cine al que no había entrado nunca.

–Choche –le dijo al cobrador–, préstame tu diario.

Con el diario en la mano, se acomodó para revisar la cartelera: alguna cosa buena habría, y la encontró, anotándola en un trozo de papel. Sonrió, era cerca de su departamento, así que les daba tiempo de salir a comer algo antes. Sacó su celular y empezó a digitar:

hi gatito una pela? tvo a las 9.00 en la plaza valdivia? besos chau arturo

Y la respuesta de Benjamín un momento luego:

OK ^_^

Con la satisfacción del deber cumplido, Arturo devolvió el diario. Y recordó cómo había visto a sus gorriones en el departamento antes de salir (benditos sean), tomándose un pequeño descanso, juntos sobre la barandilla. Se veían felices, y Arturo sintió (como nunca antes) que todo a partir de ahora iría bien.

***************

La tarde se le hizo larga a Arturo, pero ligera. Estaba de inmejorable humor, casi silbando mientras hacía su trabajo. Era viernes y se notaba; aunque había comenzado gris y con pésimo pronóstico, las nubes se habían ido y el sol brillaba que daba gusto.

Y llegó la hora de irse. Ya unos compañeros estaban hablando de salir a juerguear por allí, y Arturo se disculpó diciéndoles que ya tenía un compromiso, declaración que desembocó en la esperada chacota : “Ah, ya. Tienes novia y no invitas… Buena, varón, otro día quedamos con ella más”. Arturo sólo sonrió, imaginando la cara de tarados que pondrían cuando les dijera, y la de su familia y el resto de la gente. Pero no hoy:

–Hasta mañana, se portan, eh.

Como el día, la noche pronosticaba cosas buenas: “La primavera” –se dijo Arturo– “pero acá no hay auténtica primavera, sólo es una forma en que llamamos a esta época más templada entre septiembre y diciembre pero que aún no es verano… Pero igual se siente bien”. Ni siquiera el minibús atestado que lo llevaría al lugar de su cita lo desanimó: estaba contento.

Sin embargo… cuando pasaba mirando distraídamente por la ventanilla una hilera de restaurantes, cabinas y hostales en la Avenida Risso, lo vió: era Benjamín que salía de una tienda y caminaba en dirección contraria al paradero, doblando una calle menos transitada. ¿O se equivocaba? Aguzó la vista mientras el minibús demoraba en la esquina: la misma chompa con que se fue a la Universidad en la mañana, su mochila y en la cabeza la gorra que le había regalado en su cumpleaños. No había duda, pero ¿a dónde iba?

–¡Baja, baja! –gritó.

¿Habría olvidado su cita con él? ¿Estaría buscando a alguien? Arturo tomó su celular sin perder de vista a Benjamín, que definitivamente caminaba con la seguridad de ir a algún sitio, pero no a la Plaza Valdivia. Llamó y sólo le respondió la grabación de los celulares apagados. “¡Qué raro!”, pensó Arturo y comenzó a seguirlo de lejos…

Benjamín entró a un hostal, fue como si le metieran corriente a Arturo: “¿Qué significa esto?”, pensó, sin decidirse a acercarse. Vio una ventana iluminarse en el segundo piso, como atontado, sin saber qué hacer sino volver a llamar a Benjamín: nada, y nada otra vez.

¿Estaría mal, es que ahora a él le tocaba ver “cosas” y estaba allí como idiota persiguiendo a quién sabe quién mientras su Benjamín lo esperaba para ir al cine? Tenía que estar seguro, así que entró al hostal y en la recepción le preguntó a la señorita si su amigo Benjamín Ulvia se había registrado.

–Ahh, aquel joven alto y simpático, claro –dijo la recepcionista–. Déme su nombre para aunciarlo, por favor.

–Arturo Amaya.

–Espere –respondió la chica, mientras tomaba el teléfono y marcaba el anexo de la habitación de Benjamín. Arturo pudo ver: 22.

Pasaron unos segundos.

–¡Qué extraño! –dijo–. No contesta.

–Estará acompañado –dijo Arturo, simulando indiferencia.

–Nada que ver, llegó solo… y nadie más ha subido.

Arturo, entonces, se decidió:

–Déjelo, subiré a verle, me está esperando –dijo Arturo.

Y sin hacer caso de la negativa de la chica irrumpió por las escaleras, mientras detrás de él se formaba un revuelo al llamar la recepcionista al cuartelero. Arturo no hizo caso, apurado llegó al pasillo donde a cada lado se sucedían las puertas numeradas, y llamó a la número 22. Nadie contestó. Cuando llegó el cuartelero, molesto por la intromisión, le dijo:

–Es mi amigo, quedamos para hacer un trabajo de la Universidad.

–¿Ah sí? –contestó el cuartelero–. ¿No podía esperar, señor? Para eso están los anexos.

–Pero si no contesta.

–Por algo será.

–Tampoco responde cuando le toco… Quizás le pasó algo.

El cuartelero tocó la puerta:

–Deje ver… Señor Ulvia, tiene visitas… Señor Ulvia.

Silencio.

–¡Qué extraño! –dijo el cuartelero y sacó sus llaves– Ahora veremos.

Cuando se abrió la puerta encontraron a Benjamín en el suelo convulsionando en medio de su vómito. En el velador una botella de gaseosa de limón y varios sobres vacíos de veneno para ratas.

–¡Carajo! –gritó el cuartelero– ¡No salga de aquí, voy a llamar a emergencias!

Arturo sentía vértigo, sin saber qué hacer sino agarrarse de la pared para no caerse. Del primer piso se oía el revuelo en la recepción, y más al fondo del pasillo un par de puertas que se abrían curiosas. Benjamín seguía retorciéndose, y Arturo se le acercó para sentarlo. Y entonces vio la carta encima de la cama, como un gorrión muerto. Casi fue sin pensarlo: el rumor de los otros cuartos se acercaba y Arturo la tomó y la escondió en su bolsillo.

***************

Las sustancias fosforadas que son el ingrediente principal de los raticidas no son de efecto muy rápido. Una persona (y hay muchas que lo hacen) que trata de suicidarse de esa manera demora horas en lograrlo, tiempo suficiente para ser salvados por sus familias. Por ello es común que escojan hostales anónimos o casas vacías para asegurarse de no recibir auxilio. Lo peor es el dolor, el sentir la garganta y el vientre como quemados de ácido, para luego desmayarse y poco a poco morir: no es una muerte tranquila como la de los barbitúricos. Sin embargo Benjamín había exagerado: había vaciado cinco sobres, pero había tenido suerte, si buena o mala es otra cosa. Por su lado Arturo la pasó mal en la comisaría tratando de explicar la forma en que lo había encontrado, qué relación tenía con él, y cómo había llegado tan providencialmente. Cuando entendieron que no había nada más qué preguntarle, lo dejaron irse indicándole a qué hospital habían llevado a su compañero. Sin embargo Arturo lo postergó para el día siguiente: necesitaba descansar.

La mañana de ese sábado Arturo se levantó tarde. Trató de encontrar a Benjamín acostado a su lado, pero entonces recordó que estaba en el hospital. Y también la razón, y se sintió mareado. Pero tenía que sobreponerse e ir. Se preparó algo rápido para desayunar, se vistió y salió a la calle iluminada por un sol radiante, llena de gente yendo a trabajar o de paseo. Al tomar la combi para el centro recordó de pronto que esta vez no se había fijado cómo habían amanecido los gorriones de la ventana del departamento. Se encogió de hombros y se hundió en los pensamientos que lo habían acompañado al acostarse la noche anterior. Sabía qué debía decir, sólo esperaba que Benjamín ya estuviera conciente.

Para Arturo los hospitales eran lugares desagradables por la vecindad del dolor y de la muerte, una sensación que se le impregnaba como el olor del cloro. Al llegar a la recepción Arturo encontró a varias personas que como él venían a visitar a algún enfermo, incluida una mujer histérica que exigía que le dejaran pasar a ver a su marido. Lloriqueaba mientras un par de jóvenes le agarraban de los brazos: “Mamá está con él –le decían–: no te necesita”.

–Arturo –oyó que le llamaban a sus espaldas.

Al voltearse una cara conocida de su adolescencia se le presentó. Llevaba un poco de fruta en una bolsa: manzanas y peras.

–¿José? –le reconoció Arturo–. ¡Cuánto tiempo! ¿Qué haces acá? ¿Tu mamá está enferma?

–¿Mi mamá? –se sorprendió su amigo– No, hermano. Estoy por mi esposa y mi hijo. Anoche nació.

Arturo no pudo evitar sorprenderse:

–¡Noooo! ¿Eres padre? ¿Cómo pasó?

–Como siempre pasa. Tú no te enteras de nada desde que te mudaste del barrio con tu enamorada. ¿Y cómo está Rosa?

–En Italia desde hace dos años y medio.

José se abochornó un poco, y trató de disculparse:

–Ah, bueno, disculpa, yo no sabía.

–No, descuida… Le había salido una gran oportunidad de trabajo. ¿Cómo podía retenerla si era lo que siempre había soñado? Viajar, conocer el mundo… El tiempo que estuvimos juntos lo disfrutamos mucho, y nadie te quita lo bailado.

–¿Eso quiere decir que estás viviendo solo?

Arturo recordó a Benjamín:

–No. Me acompaña su primo que vino a estudiar acá. Llegó cuando aún estaba ella y pues… me ayuda con el alquiler y a cuidar el departamento. Es un pata tranquilo… aunque creo que ahora volverá con su familia.

–Ah, ya veo… ¿Y a quién vienes a visitar tú?

–A un amigo del trabajo que se accidentó –mintió Arturo. Deseaba no tocar el asunto de Benjamín, mientras meditaba la manera cómo esos rostros del pasado venían a reencontrarlo justo en ese momento. Rosa, la chica con la que había estado tanto tiempo, de la cual hacía mucho no se acordaba, y con la que había pensado casarse y tener hijos. Y ahora este José, el gordito vecino de su cuadra en San Eusebio donde se había criado… él sí casado y papá en estreno. Mirándolo bien, el matrimonio lo había asentado: se veía muy confiado, muy maduro–. ¿Y quién es tu mujer? –le preguntó.

–Marita, la que trabajaba para don Cosme.

Arturo recordaba a Marita: pequeña, esbelta y muy simpática: una princesa del arenal. Recordaba algo más: un precioso lunar junto a su pezón izquierdo y la forma en que temblaba cuando la acariciaban, y cómo siempre apartaba su mano cuando él quería llegar más allá.

–¡Noooo! –exclamó– ¡Perro con suerte!

–Sabía que pondrías esa cara. Pero tú la dejaste. Y cuando te fuiste, pues… ya entiendes.

En realidad por alguna razón se sentía feliz por José y por Marita. Y también por Rosa en Italia. Y por Rocío, Sofía, Adriana y las otras chicas con quienes había compartido esos años de su primera juventud, las que le habían abierto a veces su corazón, a veces sus cuerpos, a veces ambos. Se había desligado mucho de ese mundo, llevado por Rosa a ambientes más sofisticados pero también (y eso le parecía claro ahora) más fríos. Y después se había ido reduciendo su mundo más y más en la medida que se encerraba en su amor por Benjamín, saludando sólo por cortesía a los vecinos de su edificio de los que apenas recordaba sus apellidos rimbombantes, con ocasionales salidas de fin de semana con sus compañeros del trabajo. Pero allá en San Eusebio tenía tíos y primas a los que no había visitado desde que se fue peleado hace tantos años. Y amigos también que estaba seguro lo recibirían con varias cajas de cerveza.

–¿Sabes, José? Dame el número de la habitación donde estarás y daré una vuelta más rato para saludar a tu señora.

***************

Después de hablar con el médico a cargo, Arturo halló a Benjamín entubado pero conciente.

–Tus padres ya deben de estar llegando de Arequipa –le informó Arturo–. No pude evitar que se preocuparan, así que prepárate para las escenas.

Benjamín bajó los ojos, sorprendido.

–No te preocupes, no me quedaré a esperarlos… Supongo que querrás volver con ellos.

Benjamín lo miró. Arturo suspiró.

–Tu mamá me echó en cara que no te haya cuidado. Yo le dije que lo lamentaba mucho, y que si no me había entendido bien, fui yo quien te salvó la vida.

Benjamín no parecía agradecido.

–Bien, acá les dejaré una nota diciéndoles que estaré alistando las cosas para que se queden en el departamento –Arturo sacó una carta, y Benjamín abrió aún más los ojos–. ¡Vaya! Creo que me equivoqué. A ver ¿qué es esto? Ah, sí, tú lo sabes, ¿no? ¿Te lo leo?

Benjamín negó con la cabeza. Arturo acercó su cabeza al oído de Benjamín y comenzó:

A LAS AUTORIDADES: YO BENJAMIN ULVIA DECLARO QUE ME AUTOELIMINARE PORQUE NO SOPORTO SEGUIR ASI SOY UN CRIMINAL Y MEREZCO QUE DIOS ME CASTIGUE. SINO CARLA SEGUIRA ACOSANDOME PARA SIEMPRE POR HABERLA MATADO YO Y MI AMANTE ARTURO A ELLA Y NUESTRO HIJO QUE ESTABA ESPERANDO. ELLA QUERIA QUE ME FUERA A VIVIR CON ELLA ARTURO DIJO QUE COMO NOS SEPARARIAMOS POR ESA PUTA QUE NI ERA MI HIJO. Y LA MATAMOS Y NOS DESHICIMOS DE SU CUERPO MACERANDOLO EN ACIDO. Y SUS DOCUMENTOS LOS VENDIMOS A UN CHACAL PARA QUE VENDIERA LA VISA A ESPAÑA A ALGUIEN. ASI QUE PARA TODOS ELLA SIMPLEMENTE SE FUE DEL PAIS SIN DECIR NADA Y NO VOLVIO. SOMOS CULPABLES. QUE DIOS SE APIADE DE MI POBRE ALMA.

BENJAMIN ULVIA

Cuando Arturo terminó se guardó la carta y le dijo a Benjamín:

–¡Vaya cuento, hermano! ¡Toda una novela! ¿De dónde la sacaste?

Benjamín rehuyó los ojos.

–¡Pequeño hijo de puta! ¿Así que yo era tu amante y ella era la firme? Esa… regalada, esa… fumona. ¿Qué no te conté que todos en el canal habían pasado por ella? ¿Y tú sigues pensando que era tu hijo? Sólo otro hijo de puta. Una auténtica perra. A la semana siguiente ya nadie la echaba de menos. Bailarinas sin talento hay de sobra.

Benjamín se agitó.

–Ahora te acosa, ¿no? Bonita cojudez. La ves en la televisión, la ves en la calle. Talvez está aquí también. ¡Estás loco, Benjamín! ¡Estás loco como una cabra!

Benjamín ya no reaccionó. Arturo dejó la nota correcta en su velador y volvió a acercarse al oído de Benjamín:

–No sigas diciendo esas cosas tan extrañas, hermano. Acabarás en el manicomio. Les dije a tus padres que talvez habías tenido una decepción amorosa con una de tus compañeras de las prácticas. Déjalo así, es consejo de un amigo.

Se levantó y salió al pasillo. Un par de señores lo abordaron a la entrada del ascensor:

–¿Dónde es, joven Arturo? –le exigió la señora Ulvia.

–Es el último cuarto a la derecha. No se preocupe, señora. El doctor me ha dicho que se recuperará, pero que estará sin habla ni coordinación motora un tiempo. Necesitarán cuidarlo en casa cuando le den de alta en unos días. Iré al departamento ahora para alistar dónde se quedarán hasta entonces.

–¿En su departamento, joven? –protestó la señora– No podemos hacer eso.

–Bueno, será por unos días. Pueden quedarse en la habitación de Benjamín, él paga la mitad del alquiler de todos modos. Luego podrán llevárselo a Arequipa. Creo que allí podrá acabar de recuperarse.

–Gracias, joven –le estrechó la mano el señor Ulvia–. No sé qué haríamos sin usted. Primero Rosita, y ahora nuestro Benja.

–No tiene de qué –replicó, humilde, Arturo–. A su sobrina yo la quise mucho, y Benjamín es para mí como familia. Ahora vayan, los está esperando. Y me llaman cuando quieran ir a descansar al departamento.

Arturo pensó, al verlos entrar en el cuarto de Benjamín, que serían unos días largos, pero que igual pondría su mejor cara para este último acto de la farsa. En poco tiempo confiaba en que Benjamín saldría de su vida como antes había salido la esnob de su prima. Era hora de cambiar, quizás de volver al barrio.

***************

Después de las excesivas muestras de afecto que le dio Marita en presencia de José, su marido (“Aguanta, chochera. Este culito es mío, eh…”), Arturo salió con información actualizada de quién se había casado o juntado y quién divorciado o sido adornado en el barrio, cómo sus tíos preguntaban por él renegando de la creída de Rosa ( “Seguro que si vas por allá matan un chancho”, comentó José), en fin, hasta sacarle el compromiso de ir por allá al día siguiente, domingo. Arturo dijo que iría encantado.

–Y si puedes, lleva al primo de Rosa –dijo Marita–. Apuesto que es tan guapo como ella. Tengo hermanas menores, ¿recuerdas?

–Ahhh… no creo que pueda. Sus padres han venido a visitarlo.

–Bueno, será en otra ocasión.

Ya en la calle Arturo se sintió más libre. Estaba harto de amores complicados, como los que había conocido con los Ulvia. Deseaba algo más básico, más limpio, algo como lo que tenían Marita y José. Salir más, bailar mucho, ser como era antes. Un trasero cimbreante fue a distraerlo de estos pensamientos (¿ahora él estaba viendo visiones?): pero no, no era Carla. Se le parecía sólo por esa forma de moverse como ruca, que tanto había conocido cuando estaba aquella haciendo sus pininos como aspirante a vedette. En esos días (en realidad hacía un par de años) Carla se metía en todo, y con todos los que podrían ayudarla a lograr su sueño. Pero al final no pasó de bailarina en un programa a punto de ser cancelado luego de que se le frustara un ampay que había planeado con un futbolista. Meses después ya se decía que había empezado a prostituirse como varias de sus colegas. Y también a aspirar cocaína. A Arturo le daba un poco de pena, pues se había estado consolando del abandono de Rosa con ella un tiempo, siendo así cómo se conocieron Benjamín y ella. Luego Arturo pasó a estar con Benjamín, y choteó a Carla poniendo varias excusas. En realidad, Carla no parecía demasiado despechada: siguió con su carrera en otro canal, y sólo unos meses antes reapareció en su vida cuando se encontraron por “casualidad” en un concierto. Quizás Carla había averiguado que Benjamín venía de una familia rica y pensara aprovecharse; en todo caso ella lo negó hasta la muerte. Una tarde llegó al departamento y exigió ver a Benjamín: Arturo no entendió. Y fue la revelación de que habían venido saliendo un par de meses, y que ella estaba embarazada: “Es tuyo, Benji. Es tuyo”, decía. Y que necesitaba ayuda pues no podía afrontarlo sola, sin familia, sin amigos. “Ven a mi departamento, allí nos podemos acomodar”. Benjamín estaba en shock. Arturo respondió por él: “No te preocupes, Carla –le dijo–. Ve a tu casa. Yo veré que este señorito te cumpla”. Logró calmarla y que se marchara. Cuando se quedaron solos, Arturo recibió la llorosa confesión de Benjamín. Pero Arturo no estaba molesto por su “gatito” sino por la perra de Carla. La conocía y no le creía nada de lo que decía. Pasaron unos días y entonces recibieron los resultados de unos análisis de embarazo y una carta de Carla exigiendo que Benjamín le cumpliera, y también insinuando que sabía lo que pasaba entre él y Arturo. Eso terminó de destruir los nervios de Benjamín, y entonces Arturo le propuso lo que tenían que hacer para no ser separados. Esa noche visitaron a Carla en su casa.

Arturo ahora pensaba que debió dejar que Carla se saliera con la suya. Benjamín se hubiera ido con ella unas semanas, la familia Ulvia en Arequipa se habría enterado, Carla hubiera pedido dinero para dejar tranquilo al pequeño Benja y hacer una pequeña visita a un doctor especializado, y todo listo. Benjamín se mudaría aparte y Arturo haría su vida con alguien más fiel y menos pusilánime. Bien dicen que el amor te vuelve idiota.

Arturo reemprendió su camino, mirando distraídamente la gente que iba y venía, hasta que su atención se detuvo en una tienda de electrodomésticos usados que exhibía en su vidriera varios televisores viejos restaurados. Un partido de fútbol había comenzado y se puso a verlo. Entonces, reflejada en la vidriera vio otro rostro conocido de su pasado. No era José, no era Marita, no era Rosa ni Rocío, Sofía, Adriana, alguna de las varias chicas que deseaba ver de nuevo, o alguien de su familia en San Eusebio, sino un rostro más reciente. Pero él no era Benjamín y no flaquearía, aunque mucho tuviera que esforzarse para que su voz sonara firme y serena. Se volteó y dijo como esa noche hace unos meses:

–Hola, Carla.

F I N

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Lo dije: no iba a ser un final precisamente feliz. La primera parte aquí.

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