Detrás de la Puerta (cuento)

[Arena Roja]

Detrás de la Puerta

Desde que Agustín tenía memoria siempre tuvo curiosidad por lo que había dentro de una habitación siempre cerrada por un pesado candado en la casa de su abuela. Cuando su madre lo llevaba de visita los domingos después de misa para el almuerzo familiar semanal, solía preguntar por ella y siempre le respondían lo mismo: “no es algo para niños”, y sí, él tenía diez años y era un niño, pero no era su culpa. Aún abrigaba la esperanza de que algún día ya no lo consideraran un niño y por fin le dirían qué había allí o (mejor) que se lo mostraran.

Sus primos no eran ayuda, todos también eran niños, y el mayor, Celso, de doce años, que en realidad ya no lo era tanto, no estaba tan interesado por lo que hubiera o no hubiera detrás de esa puerta: en unas semanas iría a la secundaria en la capital. La abuela así lo había decidido y nadie contradecía a la abuela. Al final de ese verano no volverían a jugar juntos hasta las vacaciones de Fiestas Patrias. Aún así, Celso estaba emocionado y no paraba de hablar de su nueva vida en su nuevo colegio, los nuevos amigos que haría y las chicas que conocería. En Semana Santa había ido con su madre para alistar su cuarto en la casa de la hija de una amiga de la abuela y ya todo lo tenía preparado, su cama, su armario, su escritorio, su computadora, su nuevo uniforme, maletín, libros de texto y útiles. Era para él una gran aventura.

Agustín lo escuchaba con interés, con Celso mostrando la foto en su nuevo móvil de las hijas de su anfitriona, que iban al mismo colegio pero ya en grados superiores. Ese Domingo de Pascua aprovecharon para ir a una playa al sur y les habían ganado un reñido partido de voley a unos chicos de otro colegio rival, demostrando así Celso que sería todo lo flaco que era pero que para el deporte tenía su maña.

–Las traigo muertas –concluyó, panudeándose.

Agustin no le iba a contradecir: todos sabían que Celso había sido muy popular en su colegio, quizás no el mejor estudiante pero sí un as en todos lo que era físico. En cambio él… Sí, tenía su grupo de compinches, pero ni por asomo llamaba tanto la atención como su desenvuelto pariente.

Quien sí replicó fue la prima Marta.

–Vamos, farsante –dijo–. ¿Quién se va a fijar en un espantapájaros deshilachado como tú?

Marta tenía un año menos que Celso, tan atlética como él, además de prodigio en el piano y buena estudiante, lo que le hacía popular a su manera en el colegio de monjas al que iba. Siempre estaba molestando a su primo Celso, según ella “para bajarle los humos”… “para su bien”. La verdad, Agustín pensaba que las discusiones entre ambos eran de las partes más divertidas de los almuerzos en la casa de la abuela, y esta no iba a ser la excepción:

–A callar, greñuda –contraatacó Celso–. No hables de lo que no sabes. Yo soy el Gran Celso y soy tu Rey, plebeya.

–El Rey de los Sapos, serás, y no tienes poder sobre mí.

–¿Qué? –se levantó Celso.

–¿Que qué? –se levantó Marta, más alta, pechándole.

–¿Qué de qué? –se puso de puntas Celso para tratar de ganar unos centímetros.

Ambos tenían los brazos extendidos como si fueran a bailar huayno, aunque como se miraban más parecían dos gallos a punto de saltar el uno contra el otro.

–¡Kikiriki! –hizo uno de los primos más pequeños, Patricio, de ocho años, la imitación, siendo secundado en coro por el resto, Arturo, de nueve años y el mismo Agustín.

–¡Te reto! –proclamó Celso–. Arturo, ¿trajiste tu Switch?

Después de diez partidas de Smash era claro que Celso no le iba a ganar a Marta, y el último combo que su Princesa Peach le había aplicado al Kishima de Celso este ni siquiera lo conocía.

–Ya ríndete, Celso. Ya da pena seguir ganándote.

–No.

A la decimoquinta derrota sus padres le avisaron que ya se iban a ir: “Esto sólo es una tregua”, se levantó diciendo y se fue. Marta sólo le sacó la lengua sin que los adultos se dieran cuenta.

Los hermanos Patricio y Arturo le siguieron, sólo quedaron Agustín y Marta, sentados en la sala y comiendo unos queques. La tarde ya estaba por hacerse noche, los adultos estaban en la terraza conversando mientras la abuela terminaba de tejerle una chompa al padre de Marta. Mientras tanto, en la cocina, la vieja empleada doméstica de la abuela se concentraba en sus quehaceres. Entonces Agustín volvió a mirar la puerta cerrada que lo intrigaba. ¿Qué había allí?

–Yo digo que es un tesoro –dijo Marta cuando vio a su primo concentrado en la puerta–. Mi mamá dice que el abuelo de joven viajó mucho… Quizás era pirata.

El abuelo había muerto mucho antes que todos sus nietos nacieran. La abuela al quedarse sola tuvo que hacerse cargo de sus negocios al mismo tiempo que criaba cuatro niños.

–¿Aún hay piratas?

–En África… y Londres. Creo que también en China.

Miró el retrato del abuelo, todo bien vestido y serio sobre el reloj de la sala y trató de imaginarlo con un gran sombrero, parche en el ojo y un loro en el hombro y la imagen sólo era ridícula. Se rió y Marta también.

–¿Quieres ver? –preguntó de la nada Marta.

Agustín al principio no entendió a qué se refería su prima. Ella señaló el cuarto.

–¿Cómo? Está cerrado.

–Ven.

Lo llevó por detrás de la cocina hasta el patio trasero. La casa de la abuela era muy vieja, sus paredes eran gruesas, como sus puertas, y las ventanas bastante altas con cortinas que ocultaban lo que había dentro. Sin embargo, las del cuarto cerrado por primera vez las tenía entreabiertas. Quizás la empleada de la abuela había decidido limpiarlo esa mañana temprano y se le había olvidado cerrarlas bien. El caso es que sólo bastaba trepar para ver adentro… o para entrar.

–Quiero mirar, sí… pero, ¿no nos castigarán si los papás se enteran?

–Entonces no tienen que enterarse. Vamos, pon el pie acá.

Marta le entregó las manos entrelazadas para impulsarlo hasta el marco de la ventana, y con mucho cuidado, sin hacer ruido, Agustín se impulsó y se descolgó del otro lado.

Era un cuarto que en la penumbra del atardecer estaba teñido de un color otoñal. Mirando bien se dio cuenta que era amplio, con todas las paredes, salvo la de la ventana, hasta el techo cubiertas de repisas y armarios con grandes vidrios, y en ellas cientos sino miles de libros y objetos de lo más diversos.

Marta trepó por sí misma y se reunió con él.

–Busquemos si hay ese tesoro.

Al lado de la ventana había un escritorio con una silla enorme y cómoda, y en el escritorio y en la pared de atrás muchas fotos enmarcadas: el abuelo de joven, en blanco y negro, solo en uniforme militar; el abuelo, un poco más mayor, aún monocromático, en lo que parecía una playa con unas jóvenes de pelo claro; en traje de ¿piloto de carreras?, apoyado en un auto al pie de un acantilado rodeado de bosques; con bigote en color en una fiesta en un gran salón de bailes; abrazando a una mujer de pelo negro rodeado de tres niños; de pelo con algunas canas mostrando al espectador un mar de edificios; posando junto a una joven radiante vestida de novia…

–Mira –llamó a su prima que estaba mirando las repisas y los armarios–. Esta foto. Esa chica parece su hija, pero no es ni tu mamá ni nuestra tía. Se supone que el abuelo murió cuando todos eran niños, ¿no?

Marta estudió la foto y alzó otra junto donde estaba el abuelo, pero mayor, posando con la abuela de joven, en el almacén que había fundado y que le dejó de herencia:

–Ya veo, nuestra abuela fue la segunda esposa del abuelo. ¿Cuántos años le llevaría cuando se casó con ella? ¿Veinte? ¿Treinta? Suficientes para ya tener hijos grandes, ¿no?

Agustín pensó que tenía más familia que no conocía en algún lugar del mundo. No, que sus padres, tíos y abuela le habían ocultado… ¿O sólo sería un secreto de la abuela? Eso explicaría porqué mantenía cerrada esa habitación, que claramente había sido el estudio de su esposo muerto. Ahora quería saber más: abrió el primer cajón del escritorio y ¡tarán! un grueso álbum de fotos, similares a las que tenía enmarcadas encima, pero en más escenarios y con más personas, todas desconocidas hasta las últimas páginas, donde estaban la abuela y los hijos que había tenido con ella, y el abuelo de pelo blanco.

–Mi mamá se quedó corta al decir que el abuelo había viajado mucho –dijo Marta–. Los lugares y las fechas de estas fotos son de todos lados. Acá está una en París, y acá otra en China. Estados Unidos, Brasil, Egipto, India, ¡Moscú! ¿Sólo era un turista o tenía trabajo allí? Sólo falta que fuera un espía.

Primero pirata y ahora espía. Su prima estaba radiante.

–No es el tesoro que esperaba, pero me gusta. Los libreros tienen títulos en varios idiomas y hay muchos recuerdos de todos lados. Incluso una cráneo en un armario. Me pregunto de quién sería.

Iba a decir algo más, pero entonces…

–¡Niña Marta! ¡Niño Agustín! –era la voz de la empleada de la abuela–. ¿Dónde están? ¡Vengan a comer, la cena está lista!

Los dos primos se sobresaltaron y casi gritan de susto si no fuera porque serían descubiertos. Pusieron el álbum en su lugar, y de prisa salieron por la ventana y en un salto cayeron al patio trasero, luego hicieron como que venían del garage:

–¡Estos zamarros! –dijo la abuela– ¿Qué estaban haciendo, jugando al doctor?

Agustín se puso colorado, Marta, más canchera, respondió:

–Vamos, abue. Agustín es muy grande para esos juegos. Sólo estaba tratando de hacerle unas trenzas pero no se dejaba.

–Y con razón. Es tu primo, no tu juguete, que también ya estás grande… –y hacia su hija– Sara, quiero mucho a Martita pero la verdad deberías tratar de que ya se fuera comportando como una señorita. No puedes dejarlo todo al colegio, que la verdad no sé qué hacen esas monjas.

–Ya hablaremos cuando lleguemos a casa.

La cena pasó sin novedades. Los adultos estaban en sus asuntos, mientras los primos comían en silencio. Al terminar, se fueron despidiendo hasta el próximo domingo, con Agustín diciéndole al oído a Marta que se acordara de no decirle a nadie de que habían entrado al estudio del abuelo.

–Sobretodo a Celso –recalcó Marta–, ese lagartón no sabe guardar secretos. Este será el nuestro.

Le dio un besito en la mejilla y se subió al auto de sus padres.

Agustín terminó dormido en el asiento de atrás del de los suyos y su padre acabó cargándolo hasta dejarlo en su cuarto para que se pusiera el pijama y se durmiera. Un nuevo beso, esta vez de su madre en la frente con un “buenas noches”, el apagado de la luz y allí quedó Agustín pensando sobre lo que había encontrado esa tarde.

“Mi abuelo era extraordinario –pensó–. ¿Sería como Marta y Celso a su edad? ¿O como yo?”

Nadie le había dicho que no cumplía las expectativas, ni sus amigos ni sus padres ni sus primos mayores incluso, a pesar de que ellos de una forma u otra sí que las superaban. Pensó que acaso ese era el peso de la sangre. Pensó en la otra serie de fotos enmarcadas de su abuelo, las que estaban colgadas en la pared, donde este posaba junto con otras personas, gente que no conocía pero que lucían importantes. Era ese un mundo que se veía amplio, más allá de su pequeña ciudad, de ir a una secundaria en la capital o incluso la Universidad, que le habían adelantado que era a lo que se dirigía en un futuro. Su abuela había decidido todo ello, pero acaso era más bien su abuelo a quien debería de hacer caso. Pero no había forma de oír su voz salvo volver a su estudio y leer sus libros, mirar y palpar las cosas que se había traído de sus viajes, sus fotos. Acaso alguna cosa que había escrito estaba entre todo lo que había dejado. Su curiosidad por esa habitación no se había saciado, ahora era necesidad, pero no sabía ni cuándo ni cómo podría volver allí. Esperaría la oportunidad, al menos se sabía capaz de eso.


Presenté este cuento al I Concurso de Cuento y Poesía 2023 Tacna, “Corazón del Perú”, en memoria del Dr. Luis Cavagnaro Orellana, en el marco de los Juegos Florales Municipales 2023 por el XCIV aniversario de la Reincorporación de Tacna al Perú. Habiéndose declarado el concurso desierto lo comparto acá.

Actualización al 08/09/2023: Al final confundí la falta de un anuncio oficial con una declaratoria de “desierto”. El concurso es válido pero según me indicaron en la Subgerencia de Cultura, no se pudo realizar la ceremonia de premiación en el día previsto, pues coincidió con el Corso, entorpeciendo el acceso al local donde se iba a realizar.

En todo caso, ya están definidos los ganadores, quedando así:

Resultados del concurso

Así es, este pequeño cuento obtuvo el segundo puesto. Al parecer trataron de comunicarse conmigo por teléfono pero no respondía.

La nueva fecha de la premiación sería ahora el próximo 23 de este mes, en el mismo local, así que sólo me queda estar atento.

A propósito, el ganador del primer puesto en la categoría de cuento, Miguel Ángel Flores Céspedes, ¿no es el Director Regional de Educación?

La Yapa:

Compartir:

Sigue leyendo

AnteriorSiguiente

2 comentarios en «Detrás de la Puerta (cuento)»

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.