[Op. Cit.]

¿Le pondrías a tus gatos nombres de Dioses primigenios?

“¡Yog-Sothoth, deja de arañarme las cortinas y vete al patio a jugar con Nyarlathotep! ¡Cthulhu, deja el sofá tranquilo!"El nombre de Lovecraft es para muchos sinónimo de una literatura de terror ominosa como pocas, con su propia mitología perversa de la cual Cthulhu, el temible Cthulhu, es su exponente principal. Sin embargo, el buen Howard también era un admirador de los gatos (y un racista, pero ese es otro cuento), y lo expresó en algunas de sus obras.

De entre ellas presento estas tres, la primera es un vehemente ensayo donde toma partido por los mininos en cierta controversia por ver eran si mejores los gatos o los perros (fanáticos de los perros no ofenderse, por favor); el segundo es una pequeña elegía por la muerte de un pequeño gato que había adoptado y el último un relato acerca de un ficticio pueblo que había prohibido matar gatos.

Disfrútenlos.

Gatos y Perros

Entre perros y gatos, mi grado de preferencia es tan alto que nunca se me ocurriría compararlos. No es que me disgusten positivamente los perros, no más de lo que me disgustan los monos, los seres humanos, los vendedores, las vacas, las ovejas o los pterodáctilos; pero por el gato he sentido siempre un respeto y un afecto especial, desde los días más tempranos de mi infancia.

En su gracia y en su superior autosuficiencia he visto un símbolo de la belleza perfecta y la suave personificación del universo mismo objetivamente considerado, y en su aire de silencioso misterio reside para mí todo el secreto y la fascinación de lo desconocido.

El perro apela a emociones baratas y fáciles; el gato lo hace a las fuentes más profundas de la imaginación y la percepción cósmica en la mente humana. No es accidental que los contemplativos egipcios, junto a espíritus poéticos posteriores como los de Poe, Gautier, Baudelaire y Swinburne, fueran todos adoradores sinceros del gato. Naturalmente, las preferencias de cada uno en materia de perros y gatos dependen totalmente del temperamento y el punto de vista.

Me da la impresión de que el perro es el favorito de la gente superficial, sentimental y emocional: gente que siente más que piensa, que otorga importancia a la humanidad y a las emociones populares y convencionales de lo simple, y que encuentra el más grande consuelo en los lazos de adulación y dependencia de la sociedad gregaria. Tal gente vive en un mundo limitado de imaginación; aceptando acríticamente los valores del folklore popular, y prefiere siempre que les den la razón en sus creencias, sentimientos y prejuicios, más que disfrutar del placer puramente estético y filosófico que surge de la discriminación, la contemplación y el reconocimiento de la belleza austera y absoluta.

Esto no significa que los elementos más baratos no se encuentren también en el amor hacia los gatos del amante medio de los gatos, sino simplemente que en el ailurófilo existe la base del esteticismo puro que el cinófilo no posee. El auténtico amante de los gatos exige un ajuste más claro con el universo que el que proporcionan las comunes obviedades domésticas, un ajuste que rechaza tragar la noción sentimental de que todas las personas buenas aman a los perros, los niños y los caballos, mientras que los malos los aborrecen y son aborrecidos por ellos.

Los amantes de los perros basan toda su argumentación en esas cualidades comunes, serviles y plebeyas, y juzgan de forma que resulta divertida la inteligencia de una mascota por su grado de conformidad a sus propios deseos. Los amantes de los gatos evitan esa ilusión, repudian la idea de que la servidumbre rastrera y la compañía servil para con el hombre sean méritos supremos, y se mantienen libres para admirar la independencia aristocrática, el amor propio y la personalidad individual unidas a la gracia y la belleza extremas, tal y como las ejemplifica el frío, ágil, cínico e invicto señor de los tejados.

La gente de ideas ordinarias será siempre amante de los perros. Para ellos nunca habrá nada más importante que ellos mismos y sus primitivos sentimientos, y nunca dejarán de estimar y glorificar al compañero animal que mejor los ejemplifica. Esta herencia quizá alcanzó su culminación en el insípido siglo XIX, cuando la gente acostumbraba a alabar a los perros porque son tan humanos, como si la humanidad fuera un criterio válido de mérito.

Por otra parte, el pensador y caballero considera a cada uno según sus afiliaciones naturales, y no puede dejar de observar que en las grandes simetrías de la vida orgánica, los perros están al lado de los descuidados lobos, zorros, chacales, coyotes, dingos y hienas, mientras que los gatos caminan orgullosamente junto a los señores de la jungla, y tienen a su alteza el león, al sinuoso leopardo, al regio tigre y a las elegantes panteras y jaguares como su familia. Los perros son los jeroglíficos de la emoción ciega, la inferioridad, el apego servil: los atributos de los hombres ordinarios, estúpidamente apasionados y subdesarrollados tanto intelectual como imaginativamente. Los gatos son las runas de la belleza, el orgullo, la libertad.

El perro es al campesino lo que el gato es al caballero. Podríamos, de hecho, juzgar el tono y el sesgo de una civilización por su actitud relativa hacia los perros y los gatos. El Egipto orgulloso donde el faraón era faraón y las pirámides se elevaban en belleza ante su deseo, que las soñó, se inclinó ante el gato, y se construyeron templos para su divinidad en Bubastis. En la Roma imperial, el grácil leopardo adornó la mayor parte de los mejores hogares, reposando su belleza insolente en el atrio con collar y cadena de oro; mientras que, después del tiempo de los Antoninos, el gato se importó de Egipto y se apreció como un lujo raro y costoso.

Cuando llegamos, sin embargo, a la rastrera Edad Media y sus supersticiones, encontramos que la hermosura fría e impersonal de los felinos está en muy baja estima; y contemplamos un lamentable espectáculo de odio y crueldad hacia estas pequeñas y bellas criaturas a las que únicamente sus virtudes como ratoneras les otorgaron un poco de tolerancia por parte de los patanes ignorantes ofendidos por su frialdad autosuficiente y temerosos de su independencia críptica y esquiva, que imaginaron relacionada con los poderes oscuros de la brujería.

Estos obtusos no podían tolerar lo que no servía a sus emociones y endebles propósitos. Deseaban un perro para acariciar y cazar y cobrar y traer, y no encontraban ninguna utilidad en el presente del gato: belleza eterna desinteresada para alimento del espíritu.

Si arrojas un palo, el perro servil resuella y tropieza para traértelo de vuelta. Haz lo mismo frente a un gato, y te mirará con aire divertido, frialdad educada y algo de aburrimiento. Y, del mismo modo que la gente inferior prefiere al animal inferior que se afana con excitación porque alguien quiere algo, así las personas superiores respetan al animal superior que vive su propia vida y sabe que cuando esos extraños bípedos se dedican puerilmente a lanzar palos, se trata de un asunto que no le incumbe y del que ni se percata.

El perro ladra y suplica y se revuelve para entretenerte. Eso le gusta al campesino amante de la mansedumbre, que aprecia un estímulo para su propia importancia. El gato, por otra parte, te engatusa para que juegues con él cuando le apetece que le entretengan; te hace correr por la habitación con una bola de papel arrastrando de una cuerda cuando tiene gana de ejercicio, pero rechaza todos tus intentos de hacerle jugar cuando no está de humor. Eso es personalidad e individualidad y respeto a sí mismo.

La persona superior lo reconoce y aprecia porque también ella es un espíritu libre cuya posición está afianzada, y cuya única ley es su propia herencia y sentido estético. En consecuencia, podemos ver que el perro llama la atención de aquellas almas emocionales primitivas cuyas demandas principales al universo son las de afecto incondicional, compañerismo desinteresado, y consideración y servilismo lisonjeros; mientras que el gato reina entre esos espíritus más contemplativos e imaginativos que lo único que le piden al universo es la visión objetiva de la belleza intensa y etérea, y la simbolización animada del orden y la suficiencia suave, implacable, reposada, parsimoniosa e impersonal de la Naturaleza.

El perro da, pero el gato es.

La gente simple siempre sobredimensiona el elemento ético en la vida, y es bastante natural que también lo hagan en el ámbito de las mascotas. En consonancia, oímos muchos dichos inanes en favor de los perros basados en que son fieles, mientras que los gatos son traicioneros. Pero ¿qué significa eso exactamente? ¿cuáles son los puntos de referencia? Ciertamente, el perro tiene tan poca imaginación e individualidad que no conoce motivo alguno más que los de su amo; pero, ¿qué mente sofisticada podría percibir una virtud positiva en esa abnegación estúpida de su instinto?

La discriminación debería sin duda alguna dar como vencedor al superior gato, que tiene demasiada dignidad natural como para aceptar otro esquema de cosas que no sea el suyo, y que en consecuencia no le importa en absoluto lo que cualquier torpe humano pueda pensar, desear o esperar de él. No es traidor, porque nunca ha reconocido ninguna lealtad con nada excepto con sus propios deliberados deseos; y la traición implica básicamente una separación respecto a algún pacto explícitamente reconocido.

El gato es un realista, no un hipócrita. Toma lo que le apetece cuando quiere, y no hace promesas. Nunca permite que esperes de él más de lo que da, y si eliges de forma estúpida ser lo suficientemente victoriano como para confundir sus ronroneos y frotamientos de autosatisfacción con señales de un afecto fugaz hacia ti, la culpa no es suya.

El amante de los gatos no necesita asombrarse del amor que otros les tienen a los perros (de hecho, puede que él también posea esa cualidad; porque los perros son a menudo encantadores, y tan adorables de esa manera suya condescendiente como un viejo y fiel sirviente o arrendatario a los ojos de su señor), pero no puede evitar asombrarse ante aquellos que no comparten su amor por los gatos. El gato es un símbolo tan perfecto de belleza y superioridad que parece prácticamente imposible que un auténtico esteta y cínico civilizado pueda no adorarlo.

Nos denominamos amos de un perro, pero ¿quién osaría decirse amo de un gato? Somos propietarios de un perro: está con nosotros como esclavo e inferior porque así lo queremos. Pero damos alojamiento a un gato: adorna nuestro hogar como un invitado, compañero, huésped e igual porque así es su deseo.

No es ningún honor ser el estúpidamente idolatrado amo de un perro cuyo instinto es idolatrar, pero se trata de un tributo muy distinto ser elegido como el amigo y confidente de un gato filosófico que es su propio amo de un modo absoluto y que puede con toda facilidad elegir otro compañero si encuentra uno más agradable e interesante.

No tenemos más que observar analíticamente a los dos animales para ver que los puntos se acumulan a favor del gato. La belleza, que es probablemente lo único que tiene un significado básico en todo el cosmos, debe ser nuestro criterio principal; y aquí el gato supera al perro de un modo tan brillante que toda comparación palidece. Algunos perros, es cierto, son bellos en un grado muy destacado; pero incluso el nivel más elevado de belleza canina es muy inferior a la media felina.

William Lyon Phelps ha captado de modo muy efectivo el secreto de la felinidad cuando dice que el gato no está simplemente echado, sino que derrama su cuerpo sobre el suelo como un vaso de agua. ¿Qué otra criatura ha combinado de este modo el esteticismo de la mecánica y la hidráulica? Contrástese esto con el inepto jadeo, resuello, ajetreo, babeo, arañado y torpeza general del perro medio, con sus falsos e inútiles movimientos. Y en los detalles de limpieza, el puntilloso gato está por supuesto a años luz.

Siempre es agradable tocar un gato, pero sólo las personas insensibles pueden dar la bienvenida de modo uniforme a los frenéticos y húmedos olfateos y pataleos de un polvoriento y quizá no inodoro canino que salta y se agita y se revuelve en desmañanda actividad febril por ninguna otra razón más que la de que sus centros nerviosos ciegos se han visto espoleados por algún estímulo sin sentido. Hay un fastidioso exceso de malas maneras en toda esa furia perruna, y sin duda encontramos al gato amable y reservado en sus avances, y delicado incluso cuando se desliza elegantemente en tu regazo con cultivados ronroneos, o salta caprichoso sobre la mesa en la que estás escribiendo para jugar con tu pluma con modulados y seriocómicos golpecitos.

Obsérvese a un gato comiendo, y luego mírese al perro. El primero se contiene por una delicadeza inherente e inevitable, y otorga una especie de gracia a uno de los procesos más carentes de ella. El perro, por el contrario, es totalmente repulsivo en su bestial e insaciable avidez; actuando de acuerdo con su estirpe salvaje al devorar vorazmente como un lobo, de la forma más abierta y desvergonzada.

En lo que respecta a la inteligencia, encontramos que los caninitas sostienen afirmaciones divertidas, divertidas porque miden de un modo muy ingenuo lo que conciben ser la inteligencia de un animal por su grado de servidumbre al deseo humano. Un perro puede traerle al amo la presa cobrada, un gato no lo hará, por lo tanto (¡sic!), el perro es más inteligente.

Los perros pueden recibir entrenamientos más complejos para el circo o para obras de vodevil que los gatos, por tanto (¡Oh Zeus!) son cerebralmente superiores. Por supuesto, todo esto es el más puro sinsentido. Nunca diríamos que un hombre débil de espíritu es más inteligente que un ciudadano independiente porque podemos hacer que vote según nuestros deseos mientras que no podemos influir sobre el ciudadano independiente, y sin embargo incontables personas aplican un argumento exactamente paralelo al valorar la materia gris de perros y gatos.

Obsérvese a un gato que decide cruzar una puerta, y véase cuán pacientemente espera su oportunidad, sin perder nunca de vista su propósito incluso aunque se vea en la obligación de fingir otros intereses entretanto. Obsérvesele concentrado en la caza, y compárese su paciencia calculadora y el silencioso estudio del terreno con el forcejeo y pataleo ruidoso de su rival canino. No vuelve a menudo con las manos vacías. Sabe lo que quiere, y está determinado a conseguirlo del modo más efectivo, incluso a costa del sacrificio de tiempo. Nada puede desviar o distraer su atención.

En ingenio, también el gato atestigua su superioridad. Los perros puede entrenarse bien para hacer distintas cosas, pero los psicólogos nos dicen que esas respuestas a una memoria automática inculcada desde fuera son de poco valor como índices de auténtica inteligencia. Para juzgar el desarrollo abstracto de un cerebro, enfréntalo a condiciones nuevas y no familiares para ver cómo su propia fortaleza le permite alcanzar su objetivo a través del razonamiento puro sin caminos marcados. Aquí los gatos pueden idear silenciosamente una docena de alternativas misteriosas y con éxito, mientras que el pobre Fido ladra asombrado preguntándose de qué va todo eso.

Podemos respetar a un gato como no podemos respetar a un perro, sin importar cuál de ellos resulte más atractivo para nuestro simple capricho de tomarles cariño; y si fuéramos estetas y analistas en lugar de vulgares amantes y emocionalistas, las escalas deberían inevitablemente volverse por completo en favor del gato.

Asimismo, muchos gatos desarrollan un sentimiento bastante análogo al cariño recíproco tan exageradamente ensalzado en perros, seres humanos, caballos y otros. Los gatos llegan a asociar a ciertas personas con actos que contribuyen a su placer de forma continuada, y adquieren para ellos un reconocimiento y un apego que se manifiesta en la excitación placentera cuando se acercan —tanto si llevan comida y bebida como si no— y cierta tristeza en su ausencia prolongada.

Un gato con el que yo tenía una relación muy próxima llegó al extremo de no aceptar comida si no era de mi mano, e incluso prefería estar hambriento antes que tocar ni siquiera el más mínimo pedazo proporcionado por algún amable vecino. También tenía claros y distintos afectos entre el resto de gatos de aquel hogar idílico, ofreciendo voluntariamente comida a uno de sus amigos bigotudos, pero peleando de la forma más salvaje la más mínima mirada que lanzara su rival sobre su plato.

La superior vida interior imaginativa del gato, que da como resultado un superior dominio de sí mismo, es bien conocida. Un perro es un ser lastimero, que depende por completo de la compañía y se halla totalmente perdido a no ser que se encuentre en una jauría o al lado de su amo. Déjenle solo y no sabrá qué hacer más que ladrar y aullar y trotar hasta que se quede dormido de puro agotamiento. Un gato, sin embargo, nunca se encuentra sin la potencialidad del entretenimiento. Lo mismo que un hombre superior, sabe cómo estar solo y feliz. Una vez que ha mirado a su alrededor sin encontrar a nadie que lo entretenga, se dedica a la tarea de entretenerse a sí mismo; y nadie conoce realmente a los gatos sin haber tenido la ocasión de observar a hurtadillas a algún alegre y equilibrado gatito que cree estar solo.

Resumiendo, un perro es un ser incompleto. Del mismo modo que un hombre inferior, necesita estímulos emocionales externos y debe establecer algo artifical como un dios o un motivo. El gato, en cambio, es perfecto en sí mismo. Es un ser real e integrado porque se cree y se siente como tal, mientras que el perro sólo puede concebirse a sí mismo en relación con algo distinto. Azota a un perro y te lamerá la mano. El animal no tiene ninguna idea de sí mismo excepto como una parte inferior de un organismo del que tú eres la parte superior.

Pero azota a un gato y observa cómo te mira amenazante y cómo retrocede bufando con su dignidad y autoestima ultrajada. Un golpe más y te lo devolverá; porque es un caballero y un igual, y no aceptará que se infrinja su personalidad y cuerpo de privilegios. Sólo está en tu casa porque desea estar, o quizá incluso como ofreciéndote un favor condescendiente. Es la casa, no tú, lo que le gusta; porque los filósofos se dan cuenta de que los seres humano no son, como mucho, más que accesorios menores del paisaje.

Da un paso más de la cuenta, y te dejará de una vez por todas. Te has equivocado en tu relación con él si te crees su amo, y ningún gato auténtico puede tolerar tamaña afrenta.

El gato es para el hombre que aprecia la belleza como única fuerza viva en un universo ciego y sin propósito, y que adora esa belleza en todas sus formas independientemente de las ilusiones sentimentales y éticas del momento. El gato no para aquellos engreídos que creen tener una misión, sino para el poeta ilustrado y soñador que sabe que el mundo no contiene nada que merezca la pena hacerse. El gato es para quien hace las cosas no por el deber sin más, sino por poder, placer, esplendor, romance y glamour.

Belleza, suficiencia, tranquilidad y buenas maneras —¿qué más puede requerir la civilización?—. Y todo eso lo tenemos en el divino monarca que descansa gloriosamente en su cojín de seda frente al fuego del hogar. Hermosura y alegría por sí mismas, orgullo y armonía y coordinación, espíritu, sosiego y perfección, todo está presente en el gato, y no se precisa más que una comprensiva desilusión para su completa adoración. ¿Qué alma completamente civilizada no haría sino servir a un sacerdote tan elevado de Bast?

Y un ídolo alumbrado por ese destello, que aparece justo y bello sobre un trono soñado de seda y oro bajo una cúpula criselefantina, es una forma de gracia inmortal que no siempre ve reconocidos sus méritos entre los inútiles mortales: el elevado, el invicto, el misterioso, el lujurioso, el babilonio, el impersonal, el eterno compañero de la superioridad y el arte; el prototipo de belleza perfecta y el hermano de la poesía; el suave, solemne, flexible y patricio gato.

H.P. Lovecraft

Texto encontrado acá, en MiGato.com.

Foto de H. P. Lovecraft posando con un gato

El pequeño Sam Perkins

 

(Escrito a la memoria de un gatito)

 

El antiguo jardín nocturno
parece soportar una pena profunda,
como si el peso de una sombra silente
se cerniera en el aire
La hierba se inclina con oculto pesar,
incapaz de olvidar todavía,
recordando desde ayer,
aquellas zarpitas que la agitaron.

H.P. Lovecraft

Los gatos de Ulthar

Se dice que en Ulthar, que se encuentra más allá del río Skai, ningún hombre puede matar a un gato; y ciertamente lo puedo creer mientras contemplo a aquel que descansa ronroneando frente al fuego. Porque el gato es críptico, y cercano a aquellas cosas extrañas que el hombre no puede ver. Es el alma del antiguo Egipto, y el portador de historias de ciudades olvidadas en Meroe y Ophir. Es pariente de los señores de la selva, y heredero de los secretos de la remota y siniestra África. La Esfinge es su prima, y él habla su idioma; pero es más antiguo que la Esfinge y recuerda aquello que ella ha olvidado.

En Ulthar, antes de que los ciudadanos prohibieran la matanza de los gatos, vivía un viejo campesino y su esposa, quienes se deleitaban en atrapar y asesinar a los gatos de los vecinos. Por qué lo hacían, no lo sé; excepto que muchos odian la voz del gato en la noche, y les parece mal que los gatos corran furtivamente por patios y jardines al atardecer. Pero cualquiera fuera la razón, este viejo y su mujer se deleitaban atrapando y matando a cada gato que se acercara a su cabaña; y, a partir de los ruidos que se escuchaban después de anochecer, varios lugareños imaginaban que la manera de asesinarlos era extremadamente peculiar. Pero los aldeanos no discutían estas cosas con el viejo y su mujer; debido a la expresión habitual de sus marchitos rostros, y porque su cabaña era tan pequeña y estaba tan oscuramente escondida bajo unos desparramados robles en un descuidado patio trasero. La verdad era, que por más que los dueños de los gatos odiaran a estas extrañas personas, les temían más; y, en vez de confrontarlos como asesinos brutales, solamente tenían cuidado de que ninguna mascota o ratonero apreciado, fuera a desviarse hacia la remota cabaña, bajo los oscuros árboles. Cuando por algún inevitable descuido algún gato era perdido de vista, y se escuchaban ruidos después del anochecer, el perdedor se lamentaría impotente; o se consolaría agradeciendo al Destino que no era uno de sus hijos el que de esa manera había desaparecido. Pues la gente de Ulthar era simple, y no sabía de dónde vinieron todos los gatos.

Un día, una caravana de extraños peregrinos procedentes del Sur entró a las estrechas y empedradas calles de Ulthar. Oscuros eran aquellos peregrinos, y diferentes a los otros vagabundos que pasaban por la ciudad dos veces al año. En el mercado vieron la fortuna a cambio de plata, y compraron alegres cuentas a los mercaderes. Cuál era la tierra de estos peregrinos, nadie podía decirlo; pero se les vio entregados a extrañas oraciones, y que habían pintado en los costados de sus carros extrañas figuras, de cuerpos humanos con cabezas de gatos, águilas, carneros y leones. Y el líder de la caravana llevaba un tocado con dos cuernos, y un curioso disco entre los cuernos.

En esta singular caravana había un niño pequeño sin padre ni madre, sino con sólo un gatito negro a quien cuidar. La plaga no había sido generosa con él, mas le había dejado esta pequeña y peluda cosa para mitigar su dolor; y cuando uno es muy joven, uno puede encontrar un gran alivio en las vivaces travesuras de un gatito negro. De esta forma, el niño, al que la gente oscura llamaba Menes, sonreía más frecuentemente de lo que lloraba mientras se sentaba jugando con su gracioso gatito en los escalones de un carro pintado de manera extraña.

Durante la tercera mañana de estadía de los peregrinos en Ulthar, Menes no pudo encontrar a su gatito; y mientras sollozaba en voz alta en el mercado, ciertos aldeanos le contaron del viejo y su mujer, y de los ruidos escuchados por la noche. Y al escuchar esto, sus sollozos dieron paso a la reflexión, y finalmente a la oración. Estiró sus brazos hacia el sol y rezó en un idioma que ningún aldeano pudo entender; aunque no se esforzaron mucho en hacerlo, pues su atención fue absorbida por el cielo y por las formas extrañas que las nubes estaban asumiendo. Esto era muy peculiar, pues mientras el pequeño niño pronunciaba su petición, parecían formarse arriba las figuras sombrías y nebulosas de cosas exóticas; de criaturas híbridas coronadas con discos de costados astados. La naturaleza está llena de ilusiones como esa para impresionar al imaginativo.

Aquella noche los errantes dejaron Ulthar, y no fueron vistos nunca más. Y los dueños de casa se preocuparon al darse cuenta de que en toda la villa no había ningún gato. De cada hogar el gato familiar había desaparecido; los gatos pequeños y los grandes, negros, grises, rayados, amarillos y blancos. Kranon el Anciano, el burgomaestre, juró que la gente siniestra se había llevado a los gatos como venganza por la muerte del gatito de Menes, y maldijo a la caravana y al pequeño niño. Pero Nith, el enjuto notario, declaró que el viejo campesino y su esposa eran probablemente los más sospechosos; pues su odio por los gatos era notorio y, con creces, descarado. Pese a esto, nadie osó quejarse ante la dupla siniestra, a pesar de que Atal, el hijo del posadero, juró que había visto a todos los gatos de Ulthar al atardecer en aquel patio maldito bajo los árboles. Caminaban en círculos lenta y solemnemente alrededor de la cabaña, dos en una línea, como realizando algún rito de las bestias, del que nada se ha oído. Los aldeanos no supieron cuánto creer de un niño tan pequeño; y aunque temían que el malvado par había hechizado a los gatos hacia su muerte, preferían no confrontar al viejo campesino hasta encontrárselo afuera de su oscuro y repelente patio.

De este modo Ulthar se durmió en un infructuoso enfado; y cuando la gente despertó al amanecer ¡he aquí que cada gato estaba de vuelta en su acostumbrado fogón! Grandes y pequeños, negros, grises, rayados, amarillos y blancos, ninguno faltaba. Aparecieron muy brillantes y gordos, y sonoros con ronroneante satisfacción. Los ciudadanos comentaban unos con otros sobre el suceso, y se maravillaban no poco. Kranon el Anciano nuevamente insistió en que era la gente siniestra quien se los había llevado, puesto que los gatos no volvían con vida de la cabaña del viejo y su mujer. Pero todos estuvieron de acuerdo en una cosa: que la negativa de todos los gatos a comer sus porciones de carne o a beber de sus platillos de leche era extremadamente curiosa. Y durante dos días enteros los gatos de Ulthar, brillantes y lánguidos, no tocaron su comida, sino que solamente dormitaron ante el fuego o bajo el sol.

Pasó una semana entera antes de que los aldeanos notaran que, en la cabaña bajo los árboles, no se prendían luces al atardecer. Luego, el enjuto Nith recalcó que nadie había visto al viejo y a su mujer desde la noche en que los gatos estuvieron fuera. La semana siguiente, el burgomaestre decidió vencer sus miedos y llamar a la silenciosa morada, como un asunto del deber, aunque fue cuidadoso de llevar consigo, como testigos, a Shang, el herrero, y a Thul, el cortador de piedras. Y cuando hubieron echado abajo la frágil puerta sólo encontraron lo siguiente: dos esqueletos humanos limpiamente descarnados sobre el suelo de tierra, y una variedad de singulares insectos arrastrándose por las esquinas sombrías.

Posteriormente hubo mucho que comentar entre los ciudadanos de Ulthar. Zath, el forense, discutió largamente con Nith, el enjuto notario; y Kranon y Shang y Thul fueron abrumados con preguntas. Incluso el pequeño Atal, el hijo del posadero, fue detenidamente interrogado y, como recompensa, le dieron una fruta confitada. Hablaron del viejo campesino y su esposa, de la caravana de siniestros peregrinos, del pequeño Menes y de su gatito negro, de la oración de Menes y del cielo durante aquella plegaria, de los actos de los gatos la noche en que se fue la caravana, o de lo que luego se encontró en la cabaña bajo los árboles, en aquel repugnante patio.

Y, finalmente, los ciudadanos aprobaron aquella extraordinaria ley, la que es referida por los mercaderes en Hatheg y discutida por los viajeros en Nir, a saber, que en Ulthar ningún hombre puede matar a un gato.

H.P. Lovecraft

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La Yapa: Ya que estamos lovecraftianos, acá un pequeño grupo de Facebook titulado Señoras que ponen a sus gatos nombres de dioses primigenios de Lovecraft; y Hello Cthulhu, un webcomic que nos presenta al terrible dios extraterrestre trasladado al mundo de Hello Kitty (?).

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Por UnOsoRojo

Un comentario en «“Gatos y Perros”, ensayo de H. P. Lovecraft, y un poemita y un cuento para este SáGATO CATurday»

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