Doña Ana, cuento de Vladimir Tendriakov (parte 1 de 3)

[Op. Cit.]

Haciendo un alto en el seguimiento de la Temporada Otoño 2009 de Anime en la TV japonesa, un poco de literatura.

Soldado raso ruso. Imagen referencial para esta transcripción de Doña AnaDoña Ana
(Parte 1 de 3)

Verano de 1942

Agoniza en el cielo el moreno ocaso, a través de toda la crepuscular estepa sopla un vientecillo fresco como en la noche y verdaderamente amargo como el ajenjo. Allá, en el extremo de la tierra, donde se pone el sol, restallan alegres disparos, como el chisporroteo de la ramiza.

En un lugar, bajo el ocaso, el tiroteo es graneado, de cuando en cuando por aquel lado se oyen detonaciones, cual si alguien golpeara la dura estepa con romo pico. Allí, enfrente de la solitaria granja avícola, se ha atrincherado la quinta compañía del teniente Mojnátov.

Agoniza el ocaso, se condensan las sombras, la guerra cae en un estado de sopor. Con la incierta tregua en todos los confines del frente de la estepa se hacen cosas y cosillas que impedía la luz del día. Zumban los tractores, unas baterías se trasladan a nuevas posiciones. Por la estepa sin caminos reptan camiones con los faros apagados, llevan a tientas munición. Las cocinas de campaña, llenas como siempre de gachas de mijo, llegan hasta las últimas trincheras adonde por el día sólo se puede llegar a rastras.

Por lo visto, no es para la luz del día este juicio, aunque se llama ejemplar. Nos han llamado aquí de todas las unidades: soldados, sargentos y hasta mandos medios.

Estamos sentados en la erizada cuesta de un barranco, calentada durante el día, nos sopla un vientecito fresco y amargo.

Abajo se ha detenido un camión encapotado, y de él han saltado uno tras otro varios soldados, rollizos, impetuosos, con tiesas gorras de retaguardia, parecidos unos a otros y nada parecidos a nosotros, los mustios y sucios soldados de las trincheras. Ayudan diligentes a apearse a un soldadito grisáceo, desabrochado, con la guerrera sin cinturón y los zapatos sin vendas.

Este soldadito, semejante a la perdiz maltratada por el perro, es el protagonista del juicio “ejemplar”. Para él a diez pasos del camión parado ya está lista una pequeña fosa no reglamentaria con parapeto de polvo y barro: la tumba.

El jefe, tan rollizo e impetuoso como sus subordinados, con el pecho cruzado por el correaje, daba órdenes a media voz, pero enérgicamente, los soldados de las gorras las cumplían… Y el hombre-perdiz se encontró al borde de la tumba en camisa interior con el cuello desabrochado, en calzoncillos con la entrepierna colgante. Los soldados formaron enfrente en corta fila, ensancharon los hombros, poniendo los fusiles al pie.

Y entonces apareció un hombre grueso y fofo, en uniforme de oficial, pero de porte civil. Extrajo del portaplanos un papel, encontró la posición adecuada para estar de cara a nosotros, los espectadores, y al reo y para que el sol agonizante alumbrara a la hoja…

Ya estábamos enterados de todo, sabíamos incluso más de lo que decía su papel. El que estaba ahora en ropa interior de espaldas a la tumba era un tal Iván Kislov, carrero de la compañía de municionamiento. Estando de guardia en la cocina lo pusieron a cortar carne y se cortó el índice de la mano derecha.

Eso había ocurrido en la temprana primavera, cuando se formaba la unidad. Ahora era ya pleno verano, una semana atrás nuestro regimiento había ocupado posiciones de defensa aquí, en medio de la estepa. En los dos primeros días habíamos perdido la mitad del personal no fogueado, pero habíamos parado a los alemanes que acometían hacia el Don. Parecía que los habíamos parado…

Y aquí, al frente, nos habían traído a Kislov… Para ejemplaridad.

-¡En nombre de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas el tribunal de guerra…!

Acusado de automutilación premeditada, Kislov estaba abajo en anchos calzoncillos cuarteleros, con las sombras no se distinguía la expresión de su rostro.

Ayer por la mañana yo tenía dos amigos: Slavka Koltunov y Safá Shakírov, un bashkir vivaracho, sonoro y menudo como un adolescente. Ayer por la mañana los tres comíamos gachas de una misma marmita. A Slavka lo mataron de golpe en la línea, y a Safá dos horas atrás lo mandé en un camión al batallón sanitario con un balazo en el vientre, tampoco se sabe si sobrevivirá.

-… la investigación ha establecido que el catorce de marzo de mil novecientos cuarenta y dos el soldado Iván Vasílievich Kislov, encontrándose de guardia en la cocina…

Agoniza el ocaso. Están formados con entrenado porte militar los mozos de las gorras, pendula frente a ellos la absurda figuar en atuendo casero. A su espalda está preparada la tumba.

Y Slavka Koltunov seguramente también estará ahora tendido en medio de la estepa y no habrá nadie que cave la tumba para él.

Dentro de un minuto cinco mozos armados matarán al sexto, medio desnudo e inerme, a mí eso no me preocupa. Una muerte más. ¡Cuántas habré visto esta semana! Yo no comí nunca de una misma marmita con Iván Kislov. ¿Habrán llevado a Safá Shakírov hasta el batallón sanitario, lo salvarán los médicos?

-¿Para qué nos enseñan a ese bicho?… –Esta pregunta se hace con enojado susurro. A mi lado está sentado el subteniente Galchevski, jefe de la sección química.

Nos conocimos en el tren camino del frente. Yo estaba de guardia al teléfono en el vagoncito del Estado Mayor. Era de noche, la alta jefatura del regimiento, al ser informada de que no arrancaríamos hasta la mañana, se había ido a dormir. Cerca de la caja del dinero un centinela resoplaba y descansaba ora en un pie ora en otro. A la vacilante mesita y a la luz de un candil estaba sentado el oficial de guardia, un jovenzuelo de blanco cuello de muchacha, cabeza rapada de cadete, con la gota de rubí de los cubitos de teniente en la opacas presillas de campaña. Escribía algo, concentrado y conmovido, seguramente cartas a la familia, dejaba la pluma, miraba devorador con ojos desencajados la llamita del candil, se lanzaba de nuevo con saña al papel, y su pluma susurraba en el silencio como una manada de cucarachas enfurecidas.

Yo estaba tumbado en el santo suelo, sobre una capa-tienda extendida, al lado del teléfono y de cuando en cuando lanzaba al espacio:

-¡”Acacia”! ¡”Acacia”! ¡Soy “Roble”! ¡”Arce”! ¡”Arce”!… ¡”Serbo”!… ¡”Pinabete”! ¡”Pinabete”!… ¿Te has dormido, zopenco?… Soy “Roble”. Prueba de comunicación.

La puerta del vagón-teplushka estaba entreabierta, por la rendija miraba la noche. La húmeda oscuridad era densa, daba la sensación de que se podría palpar si se alargaba la mano. En alguna parte se escondían las casas con las ventanas encortinadas. Allí la gente por por las mañanas se disponía a salir al trabajo, allí tenían sus preocupaciones: conseguir heno para la vaca, comprar leña… Si saltaras ahora del vagón a la noche, seguramente a unos diez minutos llegarías a ese paraíso de las ventanas encortinadas. Diez minutos, ¡qué cerca! ¡Y qué inaccesible! Para mí ahora está más cerca el frente ignoto, que se encuentra a cientos de kilómetros de aquí. Vela la noche sobre la tierra y sientes un deseo opresivo no sabes de qué: de andar descalzo por el suelo recién lavado de la casa o de algo increíble, de inaudita belleza… De algo que haga palidecer hasta la guerra.

Llegó el momento de pronunciar mi conjuro: ¡…”Acacia”!`¡”Acacia”…! Per en vez de eso recité desafiante:

Al amanecer hace frío, es raro,
al amanecer la noche es inhumana.
¡Virgen de la Luz! ¿Dónde estás, doña Ana?
¡Ana! ¡Ana!
No responde la mañana.

Cayó estrepitosamente la silla derribada y la llamita del candil osciló dejando entrar por un instante la noche en el vagón. El centinela junto a la caja del dinero se estiró, cuadrándose, y el subteniente, levantándose de un salto tras la mesa, me miró con insondables ojos oscuros.

-¡Usted!… ¡Usted!… ¿Usted ama a Blok?… –dijo atragantándose.

Yo amaba lo que conocía, y conocía algo de Blok, algo de Esenin y de Mayakovski, me gustaban Grigori Mélejov y el tío Lucio, D’Artagnan y sus amigos y el incomparable Sherlock Holmes. Pero el subteniente odiaba atrozmente a algunos, por ejemplo, Esenin.

-¡Pequeñoburgués! ¡Lumpen! ¡Alma tabernaria! ¡Ser un lloraduelos en tiempos de la revolución!

Pero también amaba a Blok, a Dumas y a Conan Doyle. Le gustaba sobre todo el cine, no las comedias, sino las películas revolucionarias y de guerra. Lo volvía loco la escena del fusilamiento de Los marinos de Cronstadt. Echándoseme encima con todo el cuerpo, decía con voz trémula:

-¡Así es cómo hay que morir: de cara al enemigo, riéndote de él!… –rostro estrecho, rasgos menudos y labios finos en caprichoso mohín.

Mi opinión del cine era discreta y de las películas de guerra, con mayor razón. Bastaba y sobraba guerra sin las películas. Y yo no quería morir, aunque fuera con una muerte hermosa, aunque fuera heroicamente mirando al enemigo a los ojos. Por lo demás, me avergonzaba reconocerlo incluso ante mí mismo.

“¡Virgen de la Luz! ¿Dónde estás, doña Ana?…” Los soldados hablaban de faldas. De faldas y de manducatoria, temas eternos, inagotables. De manducatorias, tal vez, hablaban con más frecuencia, pues nuestras raciones de guerra eran parcas y los furrieles y cocineros sin remordimiento de conciencia aún las recortaban, siempre estábamos hambrientos y, la verdad sea dicha, no estábamos para faldas.

¡Virgen de la Luz! ¿Dónde estás, doña Ana?
¡Ana! ¡Ana!
No responde la mañana.

Nos cruzamos una vez y empezó a aparecer casi cada día ante nuestro vagón, me llamaba para cambiar un par de palabras. Me buscaba cuando estaba de guardia por las noches al teléfono, se pasaba las horas sentado si todos dormían alrededor, me hablaba de su mamá:

-Créeme, no hay una persona más santa en la tierra…

Y sus pupilas respiraban, sus labios se torcían dolorosamente, y yo sufría con él, amaba a su admirable mamá… Pero luego me atormentaban largo rato los recuerdos de mi casa, de mi madre, de mi padre, que había marchado al frente antes que yo. Pronto haría un año que recibí la última carta de mi padre: “Mataron el caballo que yo montaba. Me dio lástima, me había acostumbrado… He visto un combate aéreo…” MI padre había pasado por dos grandes guerras –la primera mundial y la civil-, pero era la primera vez en su vida que veía un combate aéreo.

Yo no sabía si agradecer a Galchevski por estos recuerdos, o maldecirlo.

-Por Dios, llámame simplemente Yárik, como me llamaban en casa…

Yo no era sargento, él, subteniente, en el edificio de la subordinación militar él se encontraba un piso por encima de mí. Yo siempre me sentía culpable ante él: no sabía pagarle con la misma moneda. Yo cuidaba mucho de no tropezar, de no hacer sin querer algo que pudiera no gustar a mi amigo. Y no sé por qué me asustaba el mohín caprichoso de sus labios.

Toda la semana que llevábamos en el frente no lo había visto. Durante esa semana había experimentado más que en toda mi vida anterior.

Me vio aquí, se sentó al lado, larguirucho, descarnado, descarnado, con enternecedor

-¿Para qué nos enseñan a ese bicho?… ¿Para asustarnos…? ¿A nosotros?… ¿Con la muerte?… ¡Da risa! –Y el mohín dolorido de los labios finos. Parece que también él había tragado quina esta semana…

¿Llevaron vivo a Safá Shakirov hasta el pabellón sanitario, lo salvarán allí?…

* * *

Se oyó la voz de mando breve y enérgica:

-¡Apunten!

Los mozos forasteros de gorras nuevecitas sin arrugar se echaron los fusiles a la cara.

En la oscuridad incierta de la estepa estaba de pie ante ellos un hombre solitario y desnudo. Ya no era un soldado y le quedaban pocos segundos de ser hombre…

Zumbaban los tractores, y yo oía cómo latía mi corazón en el pecho. Chisporroteaban en el extremo los disparos. Soplaba el porfiado vientecillo.

No, de todos modos esta muerte se diferenciaba de las que había visto en estos días.

-¡Con-tra el trai-dor a la pa-tria!… –entonó el jefe de los bravos mozos.

Zumbaban los tractores, y yo oía cómo latía mi corazón en el pecho.

-¡¡Fuego!!

Yo esperaba un trueno justiciero, pero la descarga desperdigada y desordenada no sonó imponente. Se estremecieron las sombras de los fogonazos salidos de cinco cañones. La figura que blanqueaba confusa permaneció unos momentos estupefacta, tiempo suficiente para experimentar toda una cadena de emociones. Primero el pensamiento: “¡Han marrado el tiro!” Luego un alivio desalmado. Por último, la esperanza: “Ha sido con balas de fogueo, le han dado un susto, ahora lo indultarán…” La fe en esto aumentaba vertiginosamente, pero no llegó a cuajar… En vuelto en las sombras, el hombre de blanco se tambaleó y cayó delante, hacia los soldados que aún no habían bajado los fusiles.

A ti te han llamado pata que asistas a un espectáculo. Y han disparado cinco a diez pasos, casi a bocajarro. Era difícil errar el tiro.

Agachándose por la fuerza de la costumbre corría nuestro enfermero hacia el fusilado para certificar que la cosa había sido hecha a conciencia.

Los espectadores se iban levantando. Alguien manejaba con ahínco la “katiusha”, le daba al chisquero para prender el cigarro. Alguien dijo en el silencio del espacio, en voz alta y expresiva:

-¡Nuestra causa es justa, el enemigo será derrotado, la victoria será nuestra!

Galchevski se contrajo de estas palabras, pero en seguida se ablandó, mascullando:

-El chiste de un idiota.

-Vamos –dije.

NO quería que Yárik la tomara con el chistoso y se pusiera a adoctrinarlo.

Abajo, en el fondo del barranco, se condensaban las sombras y trepidaba un camión. Se oía el tímido entrechocar de dos palas…

Volví a recordar que en algún lugar, en medio de la estepa, yacía Slavka Koltunov y no tenía quien lo enterrara.

Se cerró de golpe la portezuela de la cabina. chirriaron los piñones de la caja de velocidades, roncó el motor, el camión dio la vuelta.

Entrechocaban las palas. Trabajaba alguien de los nuestros, los forasteros sólo hacían el trabajo limpio.

* * *

Allá, donde estaba el moreno ocaso, clareaba ahora el cielo con luz cenicienta y aburrida hasta la desesperanza. Y por la barranca cenicienta rodaba la lucecita de una bengala, como clara gota de lluvia por la turbia ventana… Era sobre la compañía del teniente Mojnátov…

Yárik Galchevski andaba a mi lado y ardía de cólera:

-Se guasea ese miserable, y en qué momento: “Nuestra causa es justa”. Y esos jueces embrollones también son buenos… Nos juntan aquí como diciendo: Mirad, si ocurre algo, lo que os espera… A nosotros hay que tenernos más miedo que a los alemanes. ¡Puf! Para el combatiente de las trincheras son terribles esos guapos de retaguardia con sus pitos y flautas…

Galchevski ardía de cólera, pero yo lo escuchaba distraídamente dándole vueltas en la cabeza a una frase sagrada para mí… Como la causa es justa, el enemigo será derrotado. El enemigo no tiene razón, la razón la tenemos nosotros. Y como tenemos razón somos fuertes. La verdad siempre acaba por triunfar…

-Sabes, quiero dejar para siempre la sección química. Ni chicha ni limonada, un tapón para cada agujero. tenemos ya el jefe del regimiento de química ¿para qué hace falta además un jefe de sección química?

Sobre el sector de la compañía de Mojnátov volvió a reptar una bengala, esta vez como un cristal verde tornasolado.

A mí no me gusta Yárik Galchevski, enfurecido ahora sin necesidad, a mí no me gustan esos mozos con gorras de gala que se han cargado hábilmente al carrero de la compañía de municionamiento Iván Kislov y, desde luego, no puede gustarme el propio Iván Kislov –¡que arda Troya, yo me escondo!-… Pero, me parece, quien menos me gusta soy yo mismo. Me ahogo en un vaso de agua: “Nuestra causa es justa, el enemigo será derrotado, la victoria será nuestra”. ¡Si es evidente! La verdad siempre vence, pero ya ves tú, el enemigo, sin tener la razón, ha llegado casi hasta el Don…

-¡Tomaré una sección de infantería! ¡El jefe de sección es una vértebra, un huesecillo en el espinazo del ejército en el que se sostiene todo!…

Como fiera incorpórea galopó silenciosamente frente a nosotros un cardo corredor, la madeja de espinos se lanzó a la oscuridad, a la incómoda infinidad de la llanura esteparia.

Pero la infinidad de la estepa es engañosa, a los diez o veinte pasos esta estepa se hunde de pronto bajo nuestros pies en la espesura de los arbustos espinosos que crecen a lo largo del pedregoso cauce de un arroyo seco. Allí, entre las matas de arañón silvestre, se esconden varias chabolas: el Estado Mayor de nuestro regimiento. Yo no tengo chabola, tengo una trinchera, una rendija larga en la tierra, allí están abandonados dos macutos: el mío y el de Slavka Koltunov. Había otro más: el de Safá Shakírov, pero yo lo mandé con su dueño al batallón sanitario. Esta trinchera es mi casa. Ahora llegaré a ella, me meteré entre sus paredes de barro, duro como la piedra, me envolveré en la capa-tienda y… a dormir.

Ahora no me ha quedado otra felicidad en la vida, el sueño nada más…

-¡”Trébol”! ¡”Trébol”!

Trébol” no responde. En alguna parte de la recalentada estepa se ha roto el delgado hilo del cable… No hay nada de eso, yo duermo.

Un hedor grasiento y dulzón, en el ajenjo estrujado yacen cadáveres de un negro pegajoso, zumban victoriosos sobre ellos enjambres de moscas cebadas… No hay nada de eso, yo duermo.

No está Slavka Koltunov, que no volvió de la línea… No está el rostro sudoroso de Safá, sus ojos rasgados, negros y brillantes con sufrimiento de pájaro impotente… ¡No! ¡No! Yo duermo.

Mientras duermo no hay guerra.

Es una lástima que en los últimos tiempos me toque dormir sólo dos o tres horas al día.

Y es una lástima que ahora duerma como desvanecido, sin soñar nada. Me gustaría ver en sueños por lo menos el ventano de nuestra casa tapado con la vieja cortinilla, tras él el rosado amanecer con los estridentes cantos de los gallos… O el flotador sumergiéndose entre las hojas extendidas de los nenúfares y la dorada y frenética perca extraída del agua entre salpicaduras irisadas… O la cara inclinada de la madre y su dulce voz: “Levántate, Volodia, vas a llegar tarde a la escuela”.

¡No, mamá, no me despiertes! En cuanto termine el sueño empezará de nuevo la guerra.

La noche sobre la estepa, un lejano tiroteo. Aún no he llegado a la trinchera, todavía no duermo, pero ya me siento feliz. Bendita sea la naturaleza que nos ha dado a los vivos la capacidad de olvidar temporalmente la vida.

Continúa…

———————

La literatura rusa no es sólo Tolstoi, Dostoyevski, Gorki, Pasternak, Shólojov… esos literatos que nos hacían leer en el colegio; también están los autores menos conocidos que son legión: la nación rusa siempre fue muy prolífica en escritores. Este cuento que he dividido en tres partes para facilitar su lectura en línea pertenece a uno de esos “otros”, Vladímir Tendriakov (1923-1984), cuentista y novelista que muchas veces a través de parábolas lanzó críticas a la sinrazón de ciertas políticas soviéticas. Así, mucha de su producción no pudo ser publicada (tal su novela Pokushenie na mirazhiAtentado contra los Espejismos, considerada su obra maestra) sino después de su muerte, ya en plena Perestroika.

En cuanto a este relato en particular, lo encontré en una revista que compré de segunda mano hace unos años que se llamaba Literatura Soviética, en su Nº 2 del año 1989. Vaya, de hace 20 años, cuando nadie pensaba en webs 2.0 o algo parecido. Como ven, se escenifica en medio de la Segunda Guerra Mundial, cuando los alemanes avanzaban sobre territorio soviético, y el Ejército Rojo trataba de contenerlos. Trata de una mala decisión tomada por uno de sus protagonistas sugestionado por los slogans que lo conducen a provocar un absurdo sacrificio. Es un buen cuento que recomiendo como pequeña muestra de una literatura que ya no se hace mucho.

La Yapa:

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