Doña Ana, cuento de Vladimir Tendriakov (parte 3 de 3)

[Op. Cit.]

Revisando encontré que la tercera parte de la transcripción de este cuento está faltando. Quizás la borré, quizás no la llegué a copiar, imposible saberlo.

No se puede quedar incompleto.

La parte 1 acá y la parte 2 aquí.

El Comisario Político Alexey Yeremenko dirigiendo una carga de sus soldados contra el enemigo. Me recordó una escena de Doña Ana.

Doña Ana

(Parte 3 de 3)

—¡”Azulejo”! ¡”Azulejo”!…

—¡Aquí “Azulejo”!

—¡El veintinueve al teléfono!

—No está, está delante.

El veintinueve —el teniente Mojnátov— está sentado, como siempre, en su gallinero de jefe, a cinco pasos de mí, un mocito tiznado con el estropajoso mechón de pelo saliéndosele del gorro. Enfoca los prismáticos, del bolsillo del pantalón de montar asoma la voluminosa culata de una pistola medieval, una pistola lanzacohetes cargada con una bengala roja.

Yo miento descaradamente por el tubo diciendo que el veintinueve no está en el puesto de mando. Mojnátov lo oye, no se aparta de los prismáticos.

Por la mañana zumbó y silbó sobre nuestras cabezas una avalancha invisible de proyectiles. Tras la loma donde se encontraba la granja avícola sonaron explosiones sordas, como de sótano. Detrás de nosotros, muy cerca, croaron los morteros de la unidad recién llegada de Ulíbochkin, “Ortiga”, en el lenguaje telefónico corriente. Los alemanes respondieron: la artillería disparó sobre nuestras cabezas a nuestra retaguardia, los morteros y ametralladoras contra nosotros. El casco caía más a menudo que siempre.

Y entonces empezó el duelo del teniente Mojnátov con los jefes de retaguardia.

—¡”Azulejo”! ¡”Azulejo”! ¡El veintinueve urgentemente!

Y yo tendía obediente el teléfono:

—¡Camarada teniente! Lo llaman con urgencia.

Se apeó de mala gana de su gallinero de observación y empezó a hablar en voz aburrida con el dieciséis, el jefe de batallón Pujnachov:

—Imposible, camarada dieciséis… Será una matanza, no avanzaremos. Nos tumbarán en nuestras mismas trincheras… ¿Arrestado?… Como quieras, camarada dieciséis. Ven y arréstame, por favor. No demores mucho. —Y me entregó desdeñosamente el teléfono resoplando—: No estoy. Me he ido a una sección.

Finalmente, retumbó la autoritaria voz de bajo del cero uno:

—¡Rá-pi-do! ¡Encontrarlo aunque sea bajo tierra!

¡El jefe del regimiento en persona! Esta vez Mojnátov no se desentendió con los prismáticos, descendió indolente, se acercó contoneándose, pero respondió en voz animosa, como mandan las ordenanzas:

—¡A la orden, camarada cero uno!… ¡A la orden!… ¡A la orden!… Lo intentaremos… Empeñaremos todas nuestras fuerzas…

Antes de devolverme el teléfono se inclinó hacia mi rostro. Y vi por primera vez de hito en hito sus ojos: transparentes, de pupila menuda como una aguja, las cuencas de viejo hinchadas, con barro de las trincheras. ¡Ojos de manantial! ¡Cuántas veces habían visto así, fríamente, a través de la ranura, estos ojos limpios, peligrosamente vacíos?

—Oye, cuclillo —me espetó a la cara entre dientes Mojnátov—, no me gustan los que son duros de mollera.

Y desde entonces me esforcé para ser blando de mollera.

—¡”Azulejo”! ¡No cumples las órdenes! ¿Quieres que te fusile, hijo de perra? ¿Dónde está el veintinueve?…

—Han mandado ya a tres hombres a buscarlo. No pueden abrirse paso, el cañoneo es muy grande.

El teniente Mojnátov está sentado, apoyando la polvorienta bota en la pared de barro de la trinchera, se asoma con precaución. La culata medieval de la pistola cargada con una bengala roja sobresale del bolsillo, pero ninguno de los soldados que van y vienen la palpan ya con significativa mirada de reojo. Hasta en el frente no cada arma cargada dispara.

—¡”Azulejo”! ¡Tiende inmediatamente la línea delante! ¡”Azulejo”! ¡La orden es de estar junto a Mojnátov! ¡No rezagarse ni un paso!… ¡”Azulejo!, repita la orden!…

—¡Tender la línea delante! ¡Estar junto al veintinueve!… —Repito intencionadamente en voz alta y miro interrogante a la nuca del teniente.

Este me aconseja desdeñoso por encima del hombro:

—Arranca tú la toma de tierra y tírala a hacer puñetas.

Mojnátov quiere meterme en un juego peligroso. Arrancar con mis propias manos la comunicación en el apogeo del combate… Si los altos jefes se enteran ya no es el tribunal lo que me espera, sino el fusilamiento en el acto por sabotaje directo. Pero los altos jefes están lejos, y Mojnátov, cerca.

—¡”Trébol”! ¡”Trébol”! —comunico—. Desconecto.

—Pero rápido, “Azulejo”, rápido…

Arranqué la bayoneta de fusil clavada en el suelo que hacía de toma de tierra, coloqué el tubo que se había quedado mudo y sordo. La línea y el aparato estaban en perfectas condiciones, pero no había comunicación, y a un lado me miraba compadecido mi pareja Nebaba. Él tenía suerte, en cambio para mí hasta las guardias eran desafortunadas.

Los ojos de Nebaba se apartaron de mi cara, redondeándose cautelosamente. Volví la cabeza. A mi espalda se hallaba el subteniente Galchevski. Estaba rígidamente enderezado, el casco de acero hundido sobre los ojos, alzado el pronunciado mentón ceñido por el barboquejo y la mirada por debajo del casco fija en la espalda de Mojnátov. Sostenía su pesada pistola ametralladora en la mano junto a la blancuzca caña de la bota de de lona en el cañón hacia abajo.

Yárik Galchevski saltó por encima de mis piernas por encima de mis piernas extendidas, pronunciando:

—¡Teniente Mojnátov!

El mentón alzado, los estrechos hombros ensanchados, los tacones juntos, cuadrado, parecía que iba a terminar su apelación como mandan las ordenanzas: “¡Vengo por orden suya!” Pero tenía la ametralladora en la mano con el cañón hacia abajo.

—¡Usted sabotea la ofensiva, teniente Mojnátov!

Mojnátov mira callado a Galchevski. Ahora Yárik ve de cerca sus ojos. ¡Ojos limpios, peligrosamente vacíos!

—¡Usted no cumple las órdenes del mando, teniente Mojnátov!

—Vete a tu sección, imbécil —pronunció cansado, sin rencor y como demasiado adulto Mojnátov.

—Por salvar la pelleja, usted…

—¡Subteniente! ¡¡¡Firme!!!

La espalda de Galchevski, ya tensa, se estremeció.

—¡¡¡Media vuelta, mar!!!…

En voz baja y gangosa lo increpa:

—¡Teniente Mojnátov, usted es un cobarde! ¡Yo lo desprecio!

El codo de Mojnátov se echa lentamente, lentamente atrás, la mano repta por la correa a la pistolera.

—¡Usted es un vil cobarde! ¡Pancista! ¡Traidor a la patria, Mojnátov!

El cañón pavonado de la pistola en la mano de Mojnátov lanzó un destello azul como el cielo.

Galchevski se contrajo, dio un tirón de la ametralladora. Su estrecha y delgada espalda retembló: se oyó el tableteo de una corta ráfaga, el tintineo tardío de una vaina escupida.

Mojnátov se deslizó de su gallinero con expresión no natural, seria y severa, en los desencajados ojos claros, dio un paso adelante y, como si se rompiera, cayó de rodillas, topando con la cabeza el polvo arcilloso bajo las botas de lona de Galchevski.

Y en este momento vi al enlace Vasia Ziáblik que llegó corriendo con su jorobado trote de lo hondo de la trinchera. La bezuda cara campesina del muchacho tenía ahora una expresión rotunda desacostumbrada, en los ojos había aparecido el vacío de manantial de Mojnátov. Vasia Ziáblik se quitaba del hombro su metralleta.

Galchevski se agachó impulsivamente hacia Mojnátov y también impulsivamente se enderezó, alzando sobre el casco la pistola lanzacohetes de ancho cañón.

Y Vasia Ziáblik levantaba la metralleta contra él…

Galchevski disparó, la pistola escupió un humo compacto y retorcido, en el cielo quedó pendiente una gota transparente de manganeso.

—¡¡Compañíaaa!!! —gritó Galchevski sollozando y encogiéndose trepó a lo alto. Vasia Ziáblik tenía apretada la metralleta. Callaron las ametralladoras de los flancos, cesó todo movimiento en las trincheras.

—¡¡Compañíaaa!!!

Galchevski estaba en el parapeto inconcebiblemente desgarbado: las enormes botazas de lona al alcance de la mano y la cabecita, escondida, en el casco, lejos, en los cielos. Y más arriba todavía —en el azul absorbente—la irisada gota como una cereza.

Desde la trinchera lo seguía hechizado Vasia Ziáblik con la metralleta en ristre, con ajena cara inspirada.

—¡Oído a mi orden! ¡Por la patria! ¡Por Staa-lii…!

La desgarbada y largirucha figura osciló hasta los cielos y desapareció.

—¡¡¡Hurraaaa!!!

No con el oído, con todo mi cuerpo, con la piel y los huesos sentí a través de la tierra el ajetreo y los resoplidos de los soldados que trepaban de la tierra a lo alto, hacia el cielo.

—¡¡¡Rraaaa!!!

De pronto Vasia Ziáblik se agitó, su bezudo rostro perdió en el acto la peligrosa rotundidad, se hizo simplemente preocupado. Saltó presuroso al parapeto, por un instante me ocultó medio cielo, encorvado, proyectado adelante, desacostumbradamente poderoso… Y desapareció como si se lo hubiera tragado la tierra.

—¡¡¡Rraaaa!!!

La estepa rojiza y pardigrís, en declive como un mapa escolar. En su reposada y tenaz proyección hacia el cielo hay algo lacerante y lastimero; abrasada, desaseada, tiende a la altura inalcanzable, inmaculada y pura, miseria con sueños de grandeza.

Seguramente porque la propia estepa es demasiado grande y espaciosa los hombres parecen en su infinidad demasiado indolentes, no tienen prisa, andan cansinos hacia el cielo azul. Andan y se animan con un grito forzado e inseguro:

—¡¡¡Rraaaa!!!

Entre los peregrinos que caminan hacia el cielo azul surge una bola de algodón amarillo sucio…

—¡Aaaaa!… —Y se calla.

Una elástica explosión me golpeó suavemente en la cara. La bola de algodón se deshizo, flotó sobre la tierra rojiza y opaca, rozando a la gente dispersa con sus sucias barbas de humo. El cielo lejano que cubre la asquerosa estepa se raja en algunas partes y vierte: ¡Trrat-tat-ta-ta-tá! En la estepa empiezan a dar vuelta con la misma indolencia amodorrada, con la misma torpeza… ¡Otra explosión, otra más! Barbas grises sucias…

Y retembló la trinchera, se encabritó la tierra tapándome la estepa, a los hombres, las barbas ahumadas. La trinchera tiritaba como sacudida por la fiebre. Humo gris, humo graso, vivo, contorsionante, hinchándose, y, a su través, agudos torrentes de tierra proyectada a lo alto. El sol empezó a jugar al escondite, tan pronto ocultándose en el humo como asomándose risueño. Alrededor iniciaron su monótono canto los cascos de metralla. Un duro aguacero de pellas de barro tamboreó en el parapeto, en las polvorientas matitas de miserable ajenjo, en mis hombros…

Me tiraron de atrás, agarrándome de una pierna:

—¡Sargento!… Sargento…

En la cara terrosa de Nebaba, los ojos desencajados, blanqueados por el cielo. Sólo en el fondo de la trinchera comprendí lo ocurrido: la artillería alemana había cerrado el paso a quienes intentaban retroceder corriendo. El muro relleno de esquirlas de humo, el muro de tierra encabritada era impenetrable…

Y el sol jugaba al escondite, tan pronto lucía como se ocultaba.

Seguían lloviendo los terrones, chaparrón ralo y cansado, del tórrido cielo sin nubes. En el aire sonó algo así como un rumor chinchoso, un silbido insinuante. No comprendí en seguida que me zumbaban los oídos. Del silencio.

Recordé el teléfono: ¡había arrancado la toma de tierra! Hundí la oxidad bayoneta atada al cable.

—¡”Trébol”! ¡”Trébol”!

La mudez. La cuarta dimensión invisible donde se alojaban “Trébol”, “Espiga”, “Marimoña” y “Muguete” desapareció, es un muro macizo.

Y Nebaba se caló diligente el casco en la cabeza. Siempre se ponía el casco antes de salir de la trinchera a la línea. Era su turno de “pasear”.

Ante mí voltijearon en el cielo los zapatos con las vendas. En los oídos continuaba el fino tintineo, se aburrían las balas volando en las alturas, en algún lado retumbó una explosión, seca, estrepitosa, por lo tanto era una mina de mortero, no un proyectil de artillería. Silencio. ¡Dios mío, qué silencio!

Sólo entonces comprendí de pronto que estaba solo… Completamente solo en todas las trincheras. Diez minutos antes aquí había más de cien hombres, tal vez doscientos… Yacen en la estepa, lejos de mí. Yo solo en todas las trincheras. Yo solo frente a los alemanes. Yo, pequeño, débil, que todavía no ha disparado nunca ni a nadie, que no ha matado a nadie, que lo único que sabe es enrollar y desenrollar el cable de la bobina y gritar por el tubo del teléfono. Qué raro es que yo, hombre pacífico y débil, esté solo ante el terrible enemigo que ha asustado a toda la Europa desconocida para mí. Y no experimento por eso ni siquiera horror, sólo una melancolía entumecedora y paralizadora. Estoy solo…

Y a mi lado está él… Lo había olvidado. Yace en su callejoncito de jefe, hecho un ovillo, recogidas las piernas bajo el vientre, hundido el pelo revuelto en la tierra, el brazo derecho torcido de modo no natural, en el costado la funda abierta, la pavonada pistola detrás, el el suelo, cerca de sus sucias botas. Cayó de la ráfaga de la ametralladora hace tanto tiempo que ya he olvidado su muerte.

Silencio. Repican campanitas de plata, siento con la piel los embudos muertos, vacíos, insensatos que sarpullen la estepa por todos lados.

—¡”Trébol”! ¡”Trébol”!…

Calla “Trébol”, no hay esperanza de librarse de la soledad. Y envidio atrozmente a Nebaba. ¡Otra vez ha tenido suerte! Está también solo, pero no en las trincheras vacías, sino en el ambiente habitual. El telefonista que salta a la línea deteriorada está siempre solo, cara a cara con la guerra. Es lo normal.

Y sonó un rumor de pasos, susurros de ropa. Me volví como si me hubiera picado una avispa: el gorro ladeado, la hebilla del cinturón de lona en un costado, la cara a rayas del barro, derrengado e infinitamente abatido, el ametrallador Gavrílov.

¡Santo Dios! ¡Qué entrañable para mí!

Yo no puedo volver en mí, pero él se rasca la mejilla sin afeitar, arruga el hocico y pregunta con naturalidad:

—¿Y si nos concentramos en un mismo sitio?

—¿Tú…? ¿Tú no has ido al ataque?

Gavrílov me miró con tétrica sorpresa, torció los labios tumefactos.

—¿Y tú?

—Yo estoy atado… al teléfono.

—Y yo a la ametralladora… Con la “maximka” no vas a echar a correr… Los fusiles ametralladores todos fueron… —Gavrílov se sonó las narices tristemente—. En el flanco izquierdo de Dezhkin también hay una ametralladora pesada. Han quedado igual que nosotros, dos hombres.

Qué poco hace falta para la felicidad. No estaba solo. Y naturalmente, sentí júbilo en el alma.

—De toda la compañía quedamos cinco…

—Seis —corrijo animoso—. Mi Nebaba ha ido a reparar la línea.

—Prueba a ver, tal vez ya esté…

—¡”Trébol”! ¡”Trébol”! No contesta. Mucho está tardando. Queda lejos, por lo visto, la rotura.

Gavrílov se ha sentado a mi lado, pero en el acto se ha levantado precipitadamente, pasando a otro sitio. Ha visto en el callejoncito al teniente Mojnátov topando la tierra con la cabeza descubierta.

—Petka Gubin, el segundo de mi dotación, también se ha trastornado un poco. Reza en voz alta: “Señor Dios, Rey de los Cielos… tened piedad de nosotros…” ¡O quizá toda la gente del mundo se haya vuelto loca y Petka sea el más normal de nosotros? —Gavrílov calló, abrió un hoyito con el tacón—: “Señor Dios, Rey de los Cielos… tened piedad de nosotros…” Pero le da a la ametralladora. Al otro lado tampoco son tarugos, caen. —Volvió a callar y concluyó con melancólico y triste convencimiento—: ¡La gente de paz no puede vivir en la tierra!

A un lado de la trinchera se desprendió tierra, se oyó un sollozo húmedo, y alguien negro, desmelenado, se derrumbó abajo como si no tuviera huesos, tiritó, se removió y se aquietó. Se oía solamente la respiración penosa y sollozante.

Gavrílov se levantó lentamente, suspiró:

—De allá.

Yo también me levanté.

Respiraba con fuerza, sollozando, los omóplatos se movían bajo la guerrera parda, el cuello oscuro, no joven, cubierto de arrugas.

—Eh, amigo, ¿estás herido? —preguntó Gavrílov.

El recién llegado de allá haciendo un esfuerzo se movió, se sentó: negra la cara, brillantes, casi abrasadores, los globos oculares, azules los labios exangües. Despegando los labios dijo húmedo extertor:

—No sé.

—¿Ha quedado vivo alguien más allí?

—No sé.

—¿Puede ser que haya que sacar a algún herido?

—No sé.

Pero reflexionó torturantemente, en la jaspeada frente se marcó una tena vena, habló:

—He visto al jefe de nuestra sección… a Dezhkin… Va arrastrándose, le faltan las piernas… Se arrastra con la cara blanca como el papel… Dadme de beber, hermanos.

Pero en este momento vi a otro más: apareció en el fondo de la trinchera tras un recodo y se nos acercó cojeando. Lo reconocí por la figura encorvada: Vasia Ziáblik. Se portaba de una manera muy rara: corría renqueando cinco pasos y, agitándose febrilmente, trepaba a lo alto, miraba a lo lejos, saltaba bajo y a los cinco pasos volvía a trepar… Todo ajado, contrahecho, desgarrada una pernera de los pantalones, sin casco, sin metralleta, sobresaliendo estupefactas las orejas en la afelpada y polvorienta cabeza.

—¡Es él, canalla! ¡Es él! —repitió asombrado—. ¡Está vivo ese perro!

Y en el acto trepó a lo alto, alargó el cuello, abrió la boca, erizó receloso las orejas.

—¡Lo que pensaba! ¡Él!… Viene tan campante… ¡Mirad! ¡Mirad! ¡Él!…

Gavrílov y yo también trepamos arriba.

La estepa era la misma, mustia, rojiza, desierta, proyectada hacia el cielo. No había cambiado nada. Desde aquí no se veían embudos, tampoco se veían cadáveres.

Por esta estepa infinita iba un hombre solitario…erguido en toda su talla. Disparaban contra él, se veía que a trechos levantaban polvo las ráfagas. Él no se agachaba, andaba con enrevesado y desigual paso de tiovivo, desgarbado y larguirucho, muy conocido para mí.

—¡Vi-vo! ¡Hay que ver, vivo!… Todos han muerto, pero él ¡está vivo! —exclamaba asombrado Vasia Ziáblik de coceante carrerilla.

—¿Estará hechizado? —preguntó Gavrílov.

—La mierda no se hunde… Pero no importa, ¡no importa! Si los alemanes no se lo cargan, me lo cargaré yo… Como dos y dos son cuatro… Ya lo creo…

—Déjalo estar, muchacho, no te sulfures. Se sulfuró y ya ves, no ha quedado de la compañía ni los rabos.

—¡Se cargó al teniente! Por el teniente yo a él… Ya lo creo…

—Si queda vivo será peor para él.

Ante nuestro parapeto, picoteando espesas y cortando las matitas de ajenjo, danzaron las balas. Todos rodamos al fondo de la trinchera. Se acercaba el subteniente Galchevski, traía consigo el fuego.

Surgió inesperadamente ante nosotros, hundida la cabecita en el espacioso casco allá en las alturas. Chillaban las balas, desgarraban con estrépito el aire en harapos, pero él pendulaba, cortando todo el mundo azul, nos miraba a nosotros escondidos bajo tierra con ojos ausentes y tristes. La cara huesuda y terrosa en el fondo den inasequible universo parecía relevante como la imagen de un dios. Luego se agachó y se sentó cuidadosamente en el borde de la trinchera, bajando hacia nosotros con botas de lona.

Nosotros estábamos de pie, a ambos lados de sus botas colgantes, y mirábamos estúpidamente a lo alto.

—Aquí me tenéis… —y de pronto gritó sollozante con la misma voz con que llamara a la compañía al ataque—. ¡Matadme! ¡Matadlo!… ¡Al que hizo la película Si mañana hay guerra!… ¡¡Matadlo!!

Mirábamos hechizados a lo alto sin comprender nada, y él sentado, con las botas colgando hacia nosotros, clamaba sollozante:

—¡¡Ma-tad-lo!!

Vasia Ziáblik lo agarró de una bota y tiró para abajo:

—¡Basta!…

Yo me incliné sobre el teléfono:

—¡”Trébol”! ¡”Trébol”!…

Mudez. Coloqué el tubo y trepé a lo alto.

Nebaba yacía a diez pasos nada más de la trinchera, hundida la cara en el ajenjo polvoriento, con la mano izquierda en el cable que cruzaba la estepa. Poco más allá, en la tierra achicharrada, había un hoyo, una estrella punzante y torcida, el embudo de un mortero, no de un proyectil de artillería.

Tenía suerte… Este hombre, que era para mí completamente desconocido y como un hermano. No tuvimos tiempo de conocernos…

***

Fue el comienzo de nuestra retirada. Hasta el Volga, hasta Stalingrado…

Vi el paso del Don: camiones ardiendo en la orilla, culatas en alto, caras sin afeitar con amargo rictus, soeces imprecaciones, tiros, cadáveres cayendo al agua turbia y heridos yaciendo en las camillas, olvidados de todos, que no llamaban a nadie ni gemían, callados como condenados. Los hombres heridos callaban, pero los caballos heridos relinchaban con voces horribles, histéricas, casi de mujer.

Vi al otro lado del Don a coroneles sin regimientos en sucias guerreras de soldado, en rotos zapatos con vendas, vi a comandantes y capitanes en calzoncillos nada más. Cerca de nosotros estuvo algún tiempo un mocetón en pelota. Por compasión le dieron una capa-tienda vieja. Agarraba de la manga a nuestros jefes, aseguraba con lágrimas en los ojos que era el ayudante personal del general Kosmatenko, suplicaba que lo pusieran en comunicación con el Estado Mayor del Ejército. Y todos se reían del ayudante que había emergido de las turbias aguas del Don con ese desprecio cruel que puede experimentar solamente la gente vestida por el desnudo. Al ayudante en cueros por debajo de la astrosa capa-tienda se asomaban las ligeras y musculosas piernas de deportista…

“Nuestra causa es justa…” El enemigo, monstruosamente sin razón, había llegado al Don apacible. Y qué aspecto más lastimoso el nuestro, de los que teníamos la razón. La razón desnuda, en calzoncillos.

¿Es siempre fuerte quien tiene razón? ¿No será al contrario? El que tiene razón siempre es más débil, se autolimita: no pegues por la espalda, no pongas una ilícita zancadilla, no toques al caído. El que no tiene razón no conoce esas trabas que debilitan. Pero entonces conquistarán el mundo los canallas redomados. Los que ofenden, los que violentan, los que engañan. La crueldad será valentía, y la bondad, un vicio. ¿Vale la pena vivir en un mundo tan horroroso? Resulta que el mundo no es sensato, que la justicia no es omnipotente, que la vida carece de valor y que la sagrada consigna “Nuestra causa es justa, el enemigo será derrotado…” es una frase innecesaria.

Pero ni siquiera el incendio general quemó entonces en mi memoria a Yárik Galchevski. Lo veía a veces sentado en el parapeto y me estremecía interiormente de su grito: “¡Matadlo!”

¿A quién?… Al que hizo la película Si mañana hay guerra. Qué raro.

Virgen de la Luz. ¿Dónde estás, Doña Ana?…

A Yárik le gustaban las poesías y más aún las películas. Conocía los nombres de todos los actores más o menos famosos. Si mañana hay guerra… Así se titulaba una película de antes de la guerra. Si mañana… La guerra es hoy, la guerra está en marcha, el enemigo se encuentra en la otra orilla del Don. “¡Virgen de la Luz! ¿Dónde estás, Doña Ana?” “¡Matadlo!”

Resulta que en aquellos días no era yo solo quien recordaba a Galchevski, lo recordaba alguien más…

***

Sobre la estepa reptó una luna de carretero, clara y mellada. Los soldados dormían sobre la marcha, en sueños tropezaban unos con otros, pero no maldecían, no tenían fuerzas.

Cinco días llevaba errando por la estepa nuestro diezmado regimiento, dormíamos dos horas al día, intentábamos llegar a un misterioso Punto de Concentración. Cada vez que nos acercábamos a este Punto resultaba que lo habían trasladado a otro lugar, más profundamente en la retaguardia, más lejos del enemigo, que avanzaba. Al que se cuida, naturalmente, Dios lo cuida, pero al soldado le cuesta lo suyo.

Salió la luna, por lo tanto permitirían un alto, el más grande, el de la noche. Y en efecto, el destacamento de cabeza torció de la polvorienta carretera. Adelantándonos, saltando en los baches, pasó un camión encapotado.

La estepa en reposo, turbia a la luz de la luna. Truena lejos, lejos. Lejos, lejos apenas se oye la guerra. Pero, de todos modos, se oye, aunque nosotros, rodando, nos alejamos de ella, nos apresuramos, echamos los hígados, dormimos solamente dos horas al día.

Nos condujeron al camión parado en medio de la estepa, nos formaron en filas como pudieron, sin que se supiera por qué no nos permitieron sentarnos.

El comandante Sánochkin, subjefe del regimiento para la instrucción, apremiaba y gritaba a la gente junto al camión:

—¡Venga, pero rápido! ¡Más rápido, por Dios! ¡La gente está cansada!

Y entonces lo condujeron… A la pálida luz de la luna, hacia el regimiento embrutecido del cansancio…

—¡Pero, por Dios, no alarguen la cosa!

No había diligentes mozos con duras gorras de retaguardia. Del espesor de las filas confundidas sacaron a seis soldados de la sección de comandancia, iguales que todos nosotros, tambaleándose del cansancio.

Los seis soldados, empujándose ciegamente, formaron frente a él. Él mantenía alta la cabecita rapada sobre el delgado cuello, estaba en guerrera sin cinturón, en pantalones de montar azules, de los de oficial, pero descalzo. Tras él yacía friolenta la estepa inmensa iluminada por la turbia luz de la luna.

—¡Más rápido, por favor!

Los seis mozos de la sección de comandancia conocían —no de cerca, de vista— al subteniente Galchevski, jefe de la sección química. Ahora ya no era subteniente y le quedaban contados minutos de ser hombre.

No había muchachos diligentes conocedores de su oficio. No lo desnudaron dejándolo en ropa interior, ni siquiera le cavaron la tumba.

Se adelantaron dos a la vez. Uno de ellos alumbró un papel con una linterna, el otro se puso a leer solemnemente:

—En nombre de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas el consejo de guerra, integrado por…

No se sabe por qué estas solemnes palabras sembraban el sosiego en el alma. Resulta que en la demencial confusión de la retirada en alguna parte se había mantenido el orden, alguien no olvidaba sus obligaciones, se mantenía cierta disciplina, estaba vivo el ejército.

—… ha visto la causa por la que se acusa a Yaroslav Serguéevich Galchevski, militar, subteniente, nacido en mil novecientos veintidós…

A su espalda, la estepa confusa a la luz espectral de la luna. En el aire cargado de ajenjo se filtró el divino y suculento aroma de la carne en conserva hirviendo y aderezada con humito.

Hoy por el día los nuestros habían detenido en la carretera unos camiones de intendencia y por eso ahora huele entre nosotros a carne en conserva olvidada hace tiempo. Un olor asombroso, quita el cansancio, llama a la vida. El cocinero de la sección de comandancia, el famoso Mitka Kalachov, en la retirada había dejado al otro lado del Don su cocina de campaña, pero —¡qué ingenio tiene el bestia!— se había agenciado una caldera de baño y se las arreglaba para cocinar sobre la marcha, sin tardar mucho en el reparto.

—… ¡Ha condenado!… !A Yaroslav Serguéevich Galchevski!… —Y se calló, su compañero apagó la linterna.

La luna pendía sobre la inmensa estepa, debilitada, descansando, y lejos, lejos tronaba apenas audible la guerra. Él estaba bajo la luna, alargando el delgado cuello, dando tirones del faldón de la guerrera.

Y a los organizadores se les produjo una interrupción, estaban plantados y cuchicheaban.

El comandante Sánochkin los acosó de nuevo:

—¡Acabad! ¿Qué hacéis?…

—Mande a sus soldados.

—De ninguna manera. Esto es cosa vuestra. Pero ¡rápido, rápido que los soldados se caen de cansancio!

Y entonces el que había leído la sentencia dio unos pasos adelante y gritó con una voz temblona, que no era militar ni de oficial:

—¡Contra el enemigo de nuestra patria!…

Los soldados, que no habían recibido la habitual orden de apuntar, desconcertados, se echaron desordenadamente los fusiles a la cara.

Y entonces Galchevski se estiró, se tensó y su voz resonante salpicó en la estepa lunar.

—¡Yo no soy un enemigo! ¡A mí me mintieron! ¡Yo tenía fé! ¡No soy un enemigo! ¡Viva…

—¡¡¡Fuego!!!

Uno de los que disparaban tenía cargada en la recámara una bala trazadora. Escupió un trapo de fuego, atravesó de parte a parte el angosto incorpóreo pecho de Galchevski y flameó a su espalda.

Cayó sobre el duro ajenjo, hierba azul a la luz de la luna.

Su mamá estaba enferma del corazón…

En el aire olió a carne en conserva cocida. Un olor que prometía vida.

Al otro día fuimos a la estación Sadóvaya, arrabal de Stalingrado, una ciudad todavía animada, todavía sin destruir ni quemar. La defendimos. En esta ciudad el enemigo fue derrotado. Nuestra causa era justa, la victoria fue nuestra…

Diciembre de 1969 – marzo de 1971

Publicación y preparación del texto
Natalia Asmólova


Cerrado este círculo, me toca descansar.

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