Los Hombres Quebrados, fragmento de Festín de Cuervos (cuarta parte de Canción de Hielo y Fuego, de George R. R. Martin)

[Op. Cit.]

El día de hoy me dio ganas volver a  la gran obra de George R. R. Martin y escogí este pasaje que me gusta bastante. Y es muy pertinente, ahora que estamos con los ojos pegados en la Guerra/Operación Militar Especial de Rusia contra Ucrania, y que hay una nueva serie en emisión de su universo… mientras la espera por Vientos de Invierno (y Sueño de Primavera) se sigue alargando. ¿Qué quieres George? Ya pasaste una epidemia y una cuarentena. Bocaccio en menos tiempo escribió El Decameron y tú sólo tienes que terminar lo que empezaste hace más de diez años. ¿Quieres que compre legalmente tus libros? OK, puedo hacerlo, pero una rebajita, pues.

Cerca del mediodía se detuvieron en una aldea diminuta, la primera que cruzaban, donde había ocho casa asentadas sobre pilares junto a un pequeño arroyo. Los hombres estaban fuera, pescando en sus botes de mimbre y cuero, pero las mujeres y los niños bajaron por las escalas de cuerda y se reunieron en torno al septón Meribald para rezar. Después del oficio, el septón los absolvió de sus pecados y les dejó unos cuantos nabos, un saco de judías y dos de sus preciosas naranjas. 

—Esta noche deberíamos montar guardia, amigos —les dijo cuando reemprendieron el camino—. Los aldeanos dicen que han visto a tres hombres quebrados acechando entre las dunas, al oeste de la vieja atalaya

—¿Sólo tres? —Ser Hyle sonrió—. Tres son pan comido para nuestra espadachina. No se atreverán con hombres armados.

—A menos que se estén muriendo de hambre —señaló el septón—. En estas marismas hay comida, pero sólo para quienes saben buscarla, y esos tres hombres son forasteros, supervivientes de alguna batalla. Si se acercan a nosotros, os ruego que me los dejéis a mí, ser.

—¿Qué vais a hacer con ellos?

—Darles comida. Pedirles que confiesen sus pecados, para que pueda perdonárselos. Invitarlos a venir con nosotros a la Isla Tranquila.

—Eso es tanto como invitarlos a que nos degüellen mientras dormimos —replicó Hyle Hunt—. Lord Randyll tiene mejores maneras de tratar con los hombres quebrados: el acero y la soga.

—¿Ser? ¿Mi señora? —intervino Podrick—. ¿Un hombre quebrado es un bandido?

—Más o menos —respondió Brienne.

El septón Meribald no estaba de acuerdo.

—Más menos que más. Hay muchos tipos de bandidos, igual que hay muchos tipos de pájaros. Tanto el andarríos como el pigargo tienen alas, pero no son lo mismo. A los bardos les gustan las canciones de hombres buenos que se ven forzados a saltarse la ley para combatir a un señor malvado, pero la mayoría de los bandidos se parecen más a ese Perro rabioso que al señor del relámpago. Son hombres malvados, instigados por la codicia, amargados por la vida taimada; desprecian a los dioses y sólo se preocupan por sí mismos. Los hombres quebrados pueden ser igual de peligrosos, pero también son dignos de compasión. Casi todos son gente sencilla, hombres del pueblo que nunca habían estado a más de media legua de la casa en la que nacieron hasta que un día, un señor cualquiera se los llevó a la guerra. Mal vestidos y mal calzados, marchan tras sus estandartes, a veces sin más armas que una guadaña o una hoz, o una maza que se han hecho ellos mismos atando una piedra a un palo con tiras de cuero. Los hermanos marchan con los hermanos; los hijos, con los padres; los amigos, con los amigos. Han oído las canciones y las anécdotas, así que caminan con el corazón anhelante, soñando con las maravillas que verán, con las riquezas y la gloria que conseguirán. La guerra les parece una gran aventura, la mayor que vivirá la mayoría de ellos.

»Luego prueban el combate.

»Algunos se quiebran nada más probarlo. Otros aguantan años, hasta que pierden la cuenta de las batallas en que han intervenido, pero alguien que sobrevive a cien combates puede quebrarse en el ciento uno. Los hermanos ven morir a sus hermanos, los padres pierden a sus hijos, los amigos ven a sus amigos tratan de volver a meterse las tripas después de que los haya rajado un hacha.

»Ven caer al señor que los llevó allí y, de repente, otro señor les grita que ahora lo sirven a él. Reciben una herida y, cuando todavía la tienen a medio curar, reciben otra. Nunca tienen comida suficiente; el calzado se les cae a pedazos de tanto caminar; la ropa se les desgarra y se les pudre, y la mitad se caga en los calzones porque ha bebido agua que no era potable.

»Si quieren unas botas nuevas, una capa más caliente o, tal vez, un yelmo de hierro oxidado, tienen que quitárselo a un cadáver; no tardan en robar también a los vivos, a los aldeanos en cuyas tierras luchan, a hombres como los que eran antes ellos mismos. Les matan las ovejas y les roban las gallinas, y de ahí a llevarse también a sus hijas sólo hay un paso. Y un día miran a su alrededor y se dan cuenta de que todos sus parientes y amigos han desaparecido, de que luchan al lado de desconocidos y bajo un estandarte que ni siquiera identifican. No saben dónde están ni cómo volver a su hogar; el señor por el que luchan no sabe cómo se llaman, pero ahí está siempre, gritándoles que formen una línea con sus lanzas, sus hoces, sus guadañas, para defender la posición. Y los caballeros caen sobre ellos, hombres sin rostro envueltos en acero, y el retumbar de su ataque parece llenar el mundo…

»Y el hombre se quiebra.

»Da media vuelta y huye, o se arrastra entre los cadáveres de los caídos, o se escabulle en plena noche y busca un lugar donde esconderse. A esas alturas, los hombres quebrados ya ni piensan en volver a casa. Los reyes, los señores y los dioses les importan menos que un trozo de carne medio podrida que les permite vivir un día más, o un pellejo de vino agrio con el que ahogar sus miedos unas horas. Viven de día en día, de comida en comida; son más animales que humanos. Lady Brienne no se equivoca: en estos tiempos que corren, los viajeros deben cuidarse de los hombres quebrados, y temerlos… Pero también deberían compadecerlos.

Cuando Meribald terminó, un silencio denso se hizo en el pequeño grupo. Brienne escuchó el sonido del viento entre un grupo de sauces, y más allá, el canto lejano de una gavia. Oyó también el jadeo del perro, que caminaba, con la lengua colgando, con el septón y su asno. El silencio se prolongó largo rato; fue ella quien lo rompió.

—¿Cuántos años tenías cuando os llevaron a la guerra?

—Pues sería de la edad de vuestro chico, más o menos —respondió Meribald—. Sí, demasiado joven, pero todos mis hermanos partían; no quise quedarme atrás. William me dijo que podía ser su escudero, y eso que no era caballero, sólo un pinche armado con un cuchillo de cocina que había robado en la taberna. Murió en los Peldaños de Piedra sin llegar a asestar un golpe. Se lo llevó la fiebre, igual que a mi hermano Robin. A Owen lo mató un golpe de maza que le abrió la cabeza, y a su amigo Jon Pox lo ahorcaron por violación.

—¿La guerra de los Reyes Nuevepeniques? —preguntó Hyle Hunt.

—Así la llamaban, aunque no vi ningún rey, ni gané un penique. Pero era una guerra. Era una guerra.

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