Página de la Crónica Judicial, cuento de Antón Chéjov

[Op. Cit.]

De tiempo, maestro.

Página de la Crónica Judicial

Sucedió este caso en las últimas sesiones de la Audiencia Comarcal de N***.

Ocupaba el banquillo Sidor Shelmetsov, sujeto de unos treinta años, con nervioso rostro agitanado y ojillos de pícaro. Se le acusaba de robo con fractura, fraude y suplantación de personalidad.

En este último delito concurría la agravante de apropiación de títulos ajenos. Ejercía la acusación el sustituto del fiscal, un sustituto como hay miles. Carecía de esas cualidades y signos distintivos que granjean popularidad y honorarios crecidos. Era, pues, un semejante de sus semejantes. Hablaba por la nariz, no pronunciaba la “k” y se sonaba a cada instante.

En cambio, el defensor era un letrado famosísimo y popularísimo. Un abogado al que conocía todo el mundo. Sus admirables discursos se citaban; y su nombre se pronunciaba con veneración.

Son abogados de esta clase los que hacen de protagonistas en las novelas chabacanas que terminan con la absolución total del héroe en medio de una ovación del público. En tales novelas se da a estos jurisconsultos nombres derivados de truenos, rayos y otros fenómenos de la naturaleza, no menos impresionantes.

Cuando el sustituto del fiscal demostró que Shelmetsov era culpable y no merecía clemencia, cuando aclaró todos los puntos, convenció al auditorio y terminó con el consabido: “He dicho”, se levantó el defensor. Todos los presentes aguzaron el oído. Se hizo el silencio. Comenzó su discurso el abogado y… ¡adiós, nervios del público! El defensor alargó su oscuro cuello, ladeó la cabeza, echño lumbre por los ojos, alzó una mano, y un raudal de inefable dulzura penetró en los oídos anhelantes. Su lengua estremeció los nervios de los oyentes como las cuerdas de una balalaika.

Apenas pronunciadas sus dos o tres primeras frases, alguien del público exhaló un ¡ay!; y hubieron de retirar de la sala a una dama, completamente pálida. A los tres minutos, el presidente hubo de coger la campanilla y tocarla por tres veces. El ujier, de nariz roja, se removió en su asiento y empezó a lanzar miradas amenazadoras al entusiasmado público. Agrandáronse todas las pupilas, lividecieron los rostros, ávidos de oír los párrafos siguientes. Alargáronse los cuellos. ¿Y qué sería de los corazones?

–Somos hombres, señores del Jurado; juzguemos, pues, humanamente –dijo, entre otras cosas, el defensor–. Antes de comparecer ante ustedes, este hombre ha sufrido una reclusión provisional de seis meses. ¡Seis meses en que la esposa estuvo privada de su amado marido y en que los ojos de los niños permanecieron bañados en lágrimas por no tener junto a ellos a su adorado padre! ¡Oh, si vieran ustedes a esos niños! Están hambrientos, porque no tienen quién los mantenga: y lloran porque son profundamente desgraciados. ¡Mírenlos! Tienden hacia ustedes sus tiernas manecitas, pidiendo que les devuelvan a su padre. No asisten a este juicio; pero pueden ustedes imaginárselo. (Pausa.) Recluido… ¡Ejem!… Le encerraron con ladrones ya asesinos… ¡A él! (Pausa.) Basta figurarse su tormento espiritual en la mazmorra lejos de su esposa y de sus hijos, para… Pero, bueno, ¡para qué vamos a hablar!

Oyéronse sollozos entre el público. Una muchacha que llevaba un hermoso broche en el pecho, rompió a llorar; y le secundó su vecina de asiento, una viejecilla.

El defensor seguía habla que habla. Esquivando los hechos hacía hincapié en el factor psicológico.

Conocer su alma es descubrir un mundo original, extraordinario, en incesante movimiento. Yo he estudiado ese mundo. Y al estudiarlo, lo confieso, he visto por primera vez al hombre. He comprendido al hombre. Cada impulso de su alma dice que en la persona de mi cliente tengo el honor de ver al hombre ideal…

El ujier dejó de mirar al público con ojos severos y extrajo el pañuelo del bolsillo. Sacaron de la sala a otras dos señoras. El presidente, dejando en paz la campanilla, calóse las gafas para ocultar las lágrimas que brotaron de sus ojo derecho. Todos sacaron los pañuelos. El fiscal, aquella piedra ruda, aquel témpano de hielo, el más insensible de los organismos, se removió inquieto en su sillón, enrojeció y bajó los ojos, fijando la mirada bajo la mesa. Las lágrimas brillaron a través de sus lentes…

Más me hubiera valido retirar la acusación –pensó–. ¡Menudo fiasco me espera!”

¡Fíjense en sus ojos! –continuó el defensor, temblorosas la cara y la voz, mientras por sus pupilas asomaba su alma atormentada–. ¿Creen ustedes que esos ojos tímidos y afables podrían permanecer impasibles ante el crimen? ¡No, no! ¡Esos ojos lloran! ¡Bajo esos pómulos de calmuco se ocultan fibras delicadas y sensibles! ¡Bajo ese pecho deforme y grosero late un corazón que odia el delito! ¿Y ustedes, personas humanas, osarán afirmar que es culpable?

En este punto no pudo contenerse el acusado. Llegó su turno de llorar. Después de un acelerado pestañeo, rompió en llanto y, nervioso, cambió de sitio en el banquillo.

¡Soy culpable! –exclamó interrumpiendo la perorata del defensor–. ¡Me reconozco culpable! ¡He robado y cometido mil fraudes, maldito de mí! Fui yo quien se llevó el dinero del baúl. Y el abrigo robado se lo di a mi cuñada para que lo escondiese. ¡Me arrepiento de todo y me declaro culpable!

A renglón seguido, lo confesó todo. Y fue condenado.

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Los cuentos de Chéjov son magníficos modelos de cuento corto. Y son tantos, cual más colorido que el otro. ¡Quién pudiera escribir así!

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