[Yoni]

El Dr. Camilo Cruz en su obra La Vaca usa una metáfora para instruirnos acerca de lo que evita que las personas salgan de una “vida de conformismo y mediocridad”. Posiblemente ya la conozcan; incluso he escuchado que en algunos colegios el libro en cuestión se les hace leer a los alumnos de secundaria (iniciativa de buen criterio, debo aceptar), pero por si acaso no me llevan el apunte esta va así: Un viejo maestro (uno de esos sabios antiguos de larga barba, me imagino) para impartir una lección a uno de sus discípulos lo lleva hasta la casa de una familia que vivía en una gran pobreza. Suciedad, descuido, tristeza y penuria llenaban el lugar y a sus habitantes. Sólo la leche que les daba una vaca flacuchenta, su única posesión de valor, los separaba de la miseria más absoluta. Maestro y discípulo pasan la noche en ese sitio y, al alba, antes de marcharse, el maestro a escondidas va y sin decir nada ni despertar a nadie degüella a la vaca de esa pobre gente ante el horror de su discípulo por semejante villanía. ¿A qué abismos de desesperación un acto tan simple (la muerte de la vaca, su único sustento) los podría llevar? Al joven discípulo lo corroe la pena por la suerte que aquellos correrían a partir de ese día.

Un año pasa y maestro y discípulo vuelven a ir por aquel sitio para ver qué había ocurrido con la familia que había perdido su vaca. Así, pues es grande la sorpresa del joven discípulo al hallar una gran casa en el mismo terreno donde sólo un año antes se levantaba una casucha a punto de colapsar, y a la misma familia, que recordaba en la mayor pobreza, los encuentra bien comidos, aseados y con amplias sonrisas. Al preguntar qué había sucedido para que se presentara semejante cambio, el jefe del hogar (que desconocía la participación de sus huéspedes en los hechos de un año antes) les contó cómo pasadas la angustia y la desesperación que les causó la muerte de su vaca, se dieron cuenta de que si no hacían nada ellos su propia supervivencia también corría peligro: pasarían hambre y quizás morirían. Así que se pusieron a trabajar la tierra atrás de su casa, la cultivaron y cuando llegó la cosecha se pusieron a vender los excedentes y así lograron un ingreso inesperado que les permitió cultivar más y reunir más dinero con el cual mejoraron poco a poco sus condiciones de vida. “Es como si la trágica muerte de nuestra vaca hubiese abierto las puertas de una nueva esperanza”, concluye el hombre.

“¿Tú crees que si esta familia aún tuviese su vaca, habría logrado todo esto?”, le pregunta al rato el maestro a su discípulo. El discípulo acepta que no hubiera sido así, que hubieran seguido como estaban, sin esforzarse a causa de la “falsa seguridad” que les daba su vaca: “Así sucede cuando tienes poco –concluye el maestro–, porque lo poco que tienes se convierte en una cadena que no te permite buscar algo mejor. El conformismo se apodera de tu vida. Sabes que no eres feliz con lo que posees, pero tampoco eres totalmente miserable. Estás frustrado con la vida que llevas, mas no lo suficiente como para cambiarla”.

Desde la conquista española, que fue cuando lo que ahora se llama Perú hizo su entrada al mundo occidental, fuimos una mina con gente alrededor. Para más no nos querían y la minería fue nuestro destino manifiesto. Con la independencia política (que no económica) no cambió mucho la situación: extraer los recursos de la tierra (se incluyen en este periodo al guano de isla y al salitre, por supuesto) siguió siendo el principal interés del capital. La agricultura y la ganadería no pasaban de ser de subsistencia y/o dominadas por el latifundio; la industria era inexistente. Éramos un país pre-moderno, salvaje, inconexo, desarticulado, más territorio que nación, con la mayoría de nuestra población sobreviviendo de forma precaria. El esquema no podía ir más allá… y eso que aún no hablamos del grave daño que aquella antigua minería salvaje hizo a regiones enteras, y de las políticas de explotación que fueron la “mita” y luego el “enganche” (del que el “cachorreo” de la minería informal es descendiente directo).

Pero el país siguió avanzando. De ser un territorio feudal pasamos a asomarnos al capitalismo. Se ponía punto final al gamonalismo que estigmatizaba las relaciones de producción en el campo al nivel de amo-siervo, y la industria, los servicios, el comercio, aumentaban su participación en el PBI y la recaudación fiscal. Las obras de infraestructura llenaron la geografía nacional, aumentando el nivel de vida de la población, acercando la costa a la sierra y a la selva. Al mismo tiempo los derechos de la gente se ampliaron y las ciudades se expandieron con los emigrantes del campo, siguiendo la misma progresión por la que pasaran las economías más desarrolladas. Esta gente, antiguos campesinos de raíces cobrizas, lograron cierto progreso e inclusive algunos acumularon fortunas; muchos lograron que sus hijos estudiaran carreras universitarias y técnicas. Pero la minería (incluyendo ahora el petróleo) siguió estando presente y definiéndonos como país. Aún cuando el Gobierno Revolucionario de la Fuerza Armada estatizara la mayor parte de la actividad, esa situación en general no había cambiado.

Luego vino (sazonada en nuestro caso con violencia política) la crisis económica del ocaso de la Guerra Fría, y la reacción liberal que devolvió la casi totalidad de las actividades estatizadas a la iniciativa privada. La nueva política de gobierno, pragmática en lo económico, se esforzaba en atraer la inversión privada extranjera. Y la inversión privada extranjera vino con la euforia de un carnaval capitalista; optimismo de un mundo bajo la égida de una sola Superpotencia. Y el principal interés y motivo de proyectos siguió siendo la minería.

Con las sucesivas crisis especulativas de finales del siglo pasado y principios de este siglo, la caída de Fujimori y su régimen autoritario, el surgimiento de China como nueva Superpotencia económica y el aumento de las cotizaciones de los minerales e hidrocarburos en el mercado internacional, la minería ha adquirido un nuevo impulso y las empresas consideran la explotación incluso de yacimientos antes despreciados por su baja concentración. El discurso oficial habla de que la minería es nuestro principal motor de desarrollo. ¿Qué decir de esa creencia de que la minería ahora sí traerá progreso sostenible al país? Nuevas leyes, claro, se hicieron entretanto, exigiendo más a las empresas mineras en cuidado del ambiente e imponiéndoles nuevos gravámenes para ser repartidos a las regiones donde se ubican sus explotaciones. Gran diferencia en lo formal, pero en lo esencial ¿no estamos así desde el Virreynato, volviendo a la minería una y otra vez como Sísifo con su piedra?

Claro, la minería da trabajos, crea cadenas productivas, dejando (sobretodo la Gran Minería) dinero fresco a la economía de las regiones donde se establece. Sin embargo, eso no es privativo de ella: es un hecho que cualquier actividad económica en gran escala dinamiza la economía de la región donde se ubica. Puede ser la minería, puede ser la agricultura, el turismo… en fin lo que sea. El punto aquí, la madre del cordero, es el tema fiscal.

Tanto el Virreynato como después la República han visto a la minería como un gran contribuyente de dinero sea vía tributos, sea vía la explotación directa. Como un drogadicto, el Estado depende de ella para cuadrar su presupuesto.

Al final la minería se ha convertido en la vaca de nuestro Estado.

Por ello la desesperación del actual régimen por autorizar nuevas concesiones a pesar de que ello contradice buena parte de sus promesas de campaña. Sabe que de allí sacará los miles de millones que le servirán para ampliar los programas sociales en ejecución como JUNTOS, EL VASO DE LECHE y el PRONAA; llevar adelante sus propios programas como PENSION 65, BECA 18, CUNAMAS, SAMU; y acaso rebajar el precio del balón de gas, financiar la Aerolínea de Bandera y hasta comprar tanques y aviones para que jueguen los militares. No puede hacerlo de otra manera si quiere seguir en una línea moderada, más cerca de Brasil que de Venezuela y Cuba. Y decirle a la gente que no habrá un importante presupuesto para la Inclusión Social tampoco puede. Si hasta crearon todo un ministerio para manejar ese sector de sus políticas y programas.

Esa es otra vaca para la gente: los programas asistencialistas de un Estado papá. Lo siento.

Ambas vacas (una sagrada para un lado del espectro político, y la otra para el otro) son la yunta que mantiene a nuestro país en la inopia mental. La aparente seguridad de la minería distrae al Estado de buscar su propia modernización. Los recursos que recauda de ella y que se transfieren a las regiones no logran potenciarlas como se esperaba, malgastándose buena parte, no invirtiéndose otra tanta para acabar devolviéndose al Gobierno Central o dormir el sueño de los justos en una cuenta corriente del Banco de la Nación. Y de pasada la minería acaba sirviendo de pretexto para movilizaciones azuzadas por radicales aprovechando la natural desconfianza hacia la misma, fruto de una triste experiencia histórica.

Sin embargo, hacer caso a esas voces furibundas que repiten el consabido “VIDA SI, MINA NO” sólo arregla un lado de la ecuación. El asistencialismo cuesta; y si no es mediante el gravamen a la minería sólo queda para financiarlo aumentar la consabida presión tributaria (proceso complicado y trabajoso), consumiendo entretanto nuestras reservas y/o pidiendo préstamos (ambas opciones riesgosas en el actual contexto, e hipotecantes de nuestra soberanía en cualquiera) o incluso llegar a un nuevo ciclo expropiatorio con todo lo que ello implicaría para el país. Que el Estado tome en sus manos la explotación minera (como pareciera ser el inconfesable objetivo de algunos) no sería una solución sino un alargamiento del viejo problema. Además de que si es complicado el control de la sociedad civil a una empresa privada, cuando es una empresa estatal es chocar con el poder mismo sin intermediarios. Y no es que una empresa estatal vaya a portarse mejor con el medio ambiente que una privada: casos son La Oroya y Marcona que estuvieron bajo administración estatal veinte años.

Entonces la mejor opción al no tener recursos extras que tengan un origen orgánico es mantener los programas asistencialistas como están ahora, incluso racionalizarlos, pero no ampliarlos. Bastante se dijo en el tiempo de Fujimori de que este género de ayudas volvía ociosas a la gente y adictas al régimen para no pasar hambre. Después de todo la familia que vio muerta su vaca tuvo en la amenaza de su propia destrucción el leitmotiv para salir adelante. Como dice un dicho: “en el agua o te quedas quieto y te hundes o actúas y nadas”. Sin la seguridad de la ayuda estatal sólo queda nadar.

¿No más nuevas concesiones mineras? ¿No más asistencialismo? ¿Será el actual régimen tan valiente para tomar tamaña decisión? ¿O buscará llevarnos por el camino de la represión y/o de la dilapidación de nuestros recursos naturales y/o financieros para asegurar una futura continuidad de su proyecto político-familiar? Y si se terquea con las nuevas concesiones, ¿qué queda? ¿Quizás un referéndum para decidir si se mata la vaca minera o no, una opción netamente democrática, alejada de la falsa democracia de la turba exaltada? Y si se logra eso, ¿la gente estará dispuesta a jugarse la vida para salir adelante sin la otra droga, la otra vaca, que es el asistencialismo? Como se ve los riesgos son muchos. Podríamos acabar como Haití, como Bolivia o incluso como Cuba. Podríamos cambiar una vaca por otra al final y no salir del marasmo. Pero también podrían salir las cosas bien y hacernos de un nuevo destino manifiesto para el país. La única garantía que nos da el universo es que todos moriremos algún día.

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Por UnOsoRojo

2 comentarios en «La Vaca Minera»

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