[Op. Cit.]

La Ciudad Santa

(de El Loco, 1918)

Me contaban, cuando yo era un niño, de una ciudad cuyos habitantes vivían santamente y cumplían los mandatos de las Escrituras. Me resolví ir hacia aquella ciudad en busca de la divina bendición.

Muy lejos estaba aquella ciudad, y tuve que hacer toda clase de preparativos. Después de cuatro días de marcha forzada, surgió ante mis ojos la ciudad. Al día siguiente entré en ella y con gran sorpresa mía encontré que todos los habitantes de la ciudad santa eran tuertos y mancos.

Y en medio de mi sorpresa preguntéme: «¿Es un deber de toda persona que habita esta ciudad santa ser tuerto y manco?»

Luego observé que la gente me miraba con extrañeza mayor que la mía. Miraban constantemente mis dos ojos y mis dos brazos, hablando entre ellos en cuchicheo.

—¿Es esta ciudad donde vive cada hombre según los mandatos de las Escrituras?

—Sí —me contestaron—, es esta la ciudad.

—¿Y qué les pasó? ¿Dónde están vuestros ojos y vuestros brazos derechos?

La gente que me escuchaba se compadeció de mi, tuvo conmiseración de mi ignorancia, y luego me dijeron:

—Ven y vé.

Y uno de sus venerables jefes me condujo al templo levantado en medio de la ciudad y me invitó a entrar. Cuando estuve en aquel recinto divisé un montón de ojos y brazos resecos.

—¡Por vuestro Dios! —exclamé dominado por una indescriptible impresión—, ¿qué conquistador sanguinario os hizo pasar por tan tremendo castigo, cortándoles así vuestros brazos y arrancándoles así vuestros ojos?

Tanta ignorancia en mí les hizo murmurar con amargura y adelantándose uno de sus ancianos me dijo:

—Somos nosotros, hijo mío, quienes hemos aplicado este castigo en nuestros cuerpos, porque Dios nos suministró la deseada fuerza para extirpar el germen del mal que estaba arraigado en nosotros.

No bien hubo terminado me condujo a un altar, mientras todo el pueblo me seguía; y allí me señaló con un dedo un versículo esculpido en el altar, pidiéndome que lo leyera. Y leí:

«Por tanto, si tu ojo derecho te fuere ocasión de pecar, sácalo y arrójalo de ti, que mejor es que se pierda uno de tus miembros que no todo el cuerpo sea echado en el infierno. Y si tu mano derecha te fuere ocasión de pecar, córtala y arrójala de ti, que mejor es que se pierda uno de tus miembros que no todo el cuerpo sea echado en el infierno.»

Y entonces comprendí el intrincado misterio y les pregunté desesperado:

—¿No hay entre vosotros ningún hombre, ninguna mujer con sus dos ojos y sus dos manos?

—No —respondieron todos—. Sólo los niños que aún no alcanzaron la edad para leer las Escrituras y cumplir con sus mandatos.

Cuando salí del templo me apresuré a abandonar aquella ciudad, porque yo tenía la edad y podía leer las Escrituras.


Gibran Khalil Gibran fue un un pintor, poeta, novelista y ensayista nacido en un pueblo del actual Líbano en 1883 y fallecido en Nueva York en 1931. Rebosante de una especial forma de ver el misticismo, su obra llegó por primera vez a mi a través de una versión fotocopiada de El Loco, un libro que recopila una serie de reflexiones, cuentos y parábolas de alguien que se llama a sí mismo un loco que enloqueció cuando le robaron sus siete máscaras hallando en su locura «libertad y seguridad; la libertad dela soledad y la seguridad de no ser comprendido, pues quienes nos comprenden nos esclavizan». Dentro de él, este cuento es uno de mis favoritos.

La Yapa:

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Por UnOsoRojo

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